Portada
Presentación
Hugo
Ricardo Yáñez
Sueño y realidad
Aleyda Aguirre Rodríguez
Berlín a fuego lento
Esther Andradi
Borodinó, Zagorsk
y María Mercedes
Carranza
Jorge Bustamante García
La suerte de los libros
Leandro Arellano
Guillermo Jiménez, un
narrador de provincia
Hiram Ruvalcaba
Juan Manuel Roca: la
extrañeza y la lucidez
José Ángel Leyva
Grecia, una
crisis anunciada
Mariana Domínguez Batis
Théodore Géricault y
la otra mitad del otro
Andrea Tirado
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ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
La lucha
Thanasis Kostavaras
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
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La Casa Sosegada
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Cinero
A Hugo, siempre
Trece o catorce años atrás, el vago azar o las precisas leyes, que dijera Borges, permitieron que este juntapalabras literalmente recorriera un trecho no con Alfonso Reyes sino con Hugo Gutiérrez Vega y Carlos Monsiváis: íbamos en automóvil rumbo a Querétaro, a presentar un libro del primero. Nos acompañaba la queridísima Lucinda, que vivió muchas veces una situación como ésta y no me dejará mentir: Hugo y Carlos dedicaron el trayecto entero a decir de memoria poemas –interminables Villaurrutia, Cuesta, Pellicer, Becerra, López Velarde, Placencia, González León, Sor Juana, Paz, Manrique…– , así como títulos y tramas, directores y elencos de películas –inagotables asimismo Buñuel, Bergman, Kieslowsky, Kubrick, Wajda, Polansky, Pasolini, Visconti, pero también el Indio Fernández, Rodríguez, Galindo, Gavaldón, Urueta, Bracho…
De entre todos los posibles adjetivos que podrían aplicarse a lo vivido –deslumbrante, apabullante, impresionante…–, me quedo con este otro: gozoso, porque gozo era lo que ese par de memorias prodigiosas experimentaban y hacían sentir, además e inevitablemente, claro, de la pequeñez propia, el noviciado eterno al escucharlos disertar sin pretensiones en torno a los alcances últimos y la riqueza infinita de eso que Hugo definió como “ese tesoro incomparable que es el cine de verdad, el que se hace con intenciones artísticas y el que fortalece los testimonios fundamentales del humanismo” en Obsesiones de un espectador, libro que cualquier interesado en escribir acerca de cine hace mal en desconocer.
Dos tontos que son tres
Esta columna de crítica de cine le debe la existencia a la generosidad de Hugo Gutiérrez Vega, que con haber leído apenas unas cuantas pergeñadas de este sumaverbos en alguna revista ya perdida en el pasado, sacó su proverbial generosidad y me brindó un espacio. Hace más de tres lustros de eso, y desde entonces inauguramos una larguísima, deliciosa charla sobre cine, literatura y tantas otras cosas, que sólo pudo interrumpir el personaje bergmaniano que baila en las colinas en El séptimo sello.
Para evitar lo que el propio Hugo evitó cuando su hermano José Carlos Becerra perdió su propia partida de ajedrez, evitaré los elogios fúnebres y, saludándolo con la punta de mi corbata inexistente, dando una cabriola de cine mudo, sólo diré lo esencial: he vuelto a quedar huérfano. No sé cómo haré para volver a ver una película de Bergman, una de Visconti, todo el neorrealismo, a Pasolini… sin que las palabras de Hugo se me vuelvan agua entre ojos y pantalla. Por eso, que sea él, con su infinito amor al cine, quien termine estas líneas que se quiebran:
"Con Carlos Monsiváis y con nuestro prosista mayor, Sergio Pitol, íbamos a las sesiones conocidas con el nombre de All Night Cinema, organizadas por el National Film Theatre. […] Nos pasábamos la noche entera viendo películas de los hermanos Marx, de Buster Keaton, de Ingmar Bergman, Orson Welles, Busby Berkeley o Greta Garbo. Salíamos a la mañana neblinosa del Londres otoñal, llevando entre las manos ese tesoro incomparable […] por estas razones, los tres amábamos el neorrealismo italiano y éramos capaces de ver tres veces seguidas Il Gattopardo, del maestro Visconti."
[…]
"Resulta que el autor goza del cine, llora cuando hay que llorar, se ríe estrepitosamente, acepta las reglas del juego del melodrama y de la comedia musical, y se niega a aceptar cualquier forma de sacralización de una obra o un cineasta, por la sencilla razón de que, si lo hiciera, dejaría de gozar y de hacer el papel de tonto, que es uno de los más bonitos que pueden hacerse en este mundo tan lleno de aquello que López Velarde llamaba ‘la inepta cultura’. Sabe que detrás de ese gozo hay un trabajo abrumador, una buena carga de esfuerzo y la convicción de un grupo de personas seguras de que el juego es una necesidad espiritual, una dimensión esencial de lo humano. Esto lo obliga a huir de las exégesis, a entrar con la mayor cautela en el terreno de las reflexiones sobre la obra de Buñuel. A un terreno tan delicado no se puede entrar dando zapatazos psicoanalíticos o interpretando caprichosamente todos los jugueteos de un autor que, frecuentemente, le guiña el ojo al espectador para tranquilizarlo o le tira de las fibras más sensibles para producirle un estado de tensión y de ansiedad. Los niños poetas del cine: Keaton, Langdom, Laurel y Hardy, Murnau, Lang, Renoir, Eisenstein, Buñuel y algunos más, nos están diciendo con sencillez socrática la frase de Alberti: ‘Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos.’“
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