Agua con olor a gasolina, keroseno, alcohol, pachulí, fósforo. Agua que rodé sobre su cuerpo para arrastrar lo inflamable, lo inmundo, la mala idea. Luego, la abracé, la desnudé, vestí. Estaba fría, asustada. Sentí tanto amor por ella, un amor sin lástima ni censura ni culpa, un amor como el que ella no podía sentir porque estaba fuera de sí, y quería desaparecer.
Puse cuchillos, tenedores, tijeras, lápices, todo objeto con punta y filo lejos de su alcance, lejos de mi alcance, porque cuando me pidió los fósforos de aquel modo, como si una chispa pudiera salvarla, un fósforo para su cuerpo de alcohol con pachulí, sentí que la estaba condenando a lo que era bueno para mí, realizando mi deseo, desechando el suyo.
Pero el cubo fénix estaba a mi lado y hasta entonces no lo vi, renaciendo de las cenizas de mi madre, el cubo donde orinábamos durante la madrugada porque el baño quedaba afuera de la casa, el patio no era seguro y era más cómodo levantarse y vaciarse ahí que encender la casa, quitar la tranca de madera de la puerta y atravesar la oscuridad para luego, sobre la losa fría del inodoro, no poder orinar por miedo a los insectos, reptiles y hombres que la noche resguarda.
Y el cubo subió conmigo a la cama para derramarse sobre el cuerpo y las manos de mi madre aún extendidas aguardando por la cerilla que su ansiedad no le dejó ver encima de la cómoda, dos cajas de fósforos, una en la superficie, otra en el marco del espejo.
Linda, suave, frágil. Acaricié pelo, brazos, dedos. ¿Cómo con esa piel podía pensar en morir? ¿Acaso no basta la belleza para desafiar a la vida? Me busqué en las cuencas de sus ojos, y casi toqué el fondo de su soledad cuando llamaron a la puerta.
La mujer entrada en años estaba frente a mí, pero yo seguía en el abismo con el alma de mi madre, no quería volver sin ella, tenía que regresarla conmigo, pero la vecina me rozó y la imagen de mi madre soltando mi mano y cayendo al vacío me sobresaltó.
Salí a la calle mientras extraños adoraban mi casa, parecían extraterrestres, y yo quería encontrar su nave, largarme de aquella calle que contenía pasado y presente, dejar todo atrás, llegar a otra tierra sin cuerpos donde construiría un lugar para mi madre y para mí.
Abrazos, besos, roces, me asqueaban tantas manos, tanta pena, humana miseria. Mi madre no era cobarde, ellos sí, que se escondían en su valor retando a la vida con sogas, tabletas, agujas y fósforos. Los dejé sentirse útiles, llamar a la ambulancia, ayudar a montarla, palmearme otra vez cabeza y hombros hasta que el camillero cerró la puerta y volvieron el silencio y la paz.
Sostenía una jaba con chancletas, ropa interior, un peine y un cepillo de dientes; no hace falta más para reingresar a un hospital donde a nadie sorprenderá tu entrada porque no llegas: vuelves a tu segunda casa. Mi madre seguía con las cuencas vacías, el cuerpo frío, ignorando que la joven que acariciaba el brazo le había dado la vida que le quiso quitar.
En menos de seis horas se la arranqué tres veces a la muerte. Ha pasado mucho tiempo, no recuerdo quién me abrió la puerta aquella tarde. ¿Acaso ella o estaba abierta? Sólo recuerdo los blísteres vacíos en el suelo y un cuerpo tendido en la cama. |