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Juan Domingo Argüelles
La sociedad de los poetas vivos
Si tomamos en cuenta los extremos de 300 a mil 500, la tirada promedio de un libro de poesía en México es de unos 600 ejemplares, que tardan en agotarse entre cinco y seis años. Cuando es de 2 mil o mayor, es posible hallar ejemplares veinte años después. De los 2 mil de El jardín increíble (Jus, 1950), de Manuel Ponce, compré tres ejemplares, impolutos, treinta años después, en una librería de Morelia. De los 2 mil de La estación violenta (FCE, Letras Mexicanas, 1958) de Octavio Paz, adquirí un ejemplar nuevecito en la Librería Madero de Ciudad de México, en 1983. Incluso en las librerías de viejo se da la paradoja de encontrar libros nuevos de poesía. Podemos asegurar que son nuevos porque se encuentran intonsos o impecables, ajenos a toda pátina de dedos “lectores”.
Sin embargo, un libro nuevo de poesía del que no se han vendido ejemplares puede tener entre diez y doce reseñas elogiosas días o semanas después de su anodina “aparición”. ¿Cómo es posible tal milagro? Porque las reseñas de poesía las escribimos también los poetas que, generalmente, somos amigos o cofrades del poeta que publicó el nuevo libro que, además, no compramos, sino que nos lo obsequió (autografiado) su autor.
Como en la poesía es casi imposible hablar de “negocio literario”, lo que hay puede calificarse de afinidades electivas, patrocinios, amistades, grupos, capillas y cofradías. Ni siquiera llegamos al extremo de lo que Norman Mailer denomina (para la narrativa estadunidense) los “sindicatos de escritores y críticos”: sociedades mafiosas de gestión capaces de convertir en príncipe a un mendigo (literariamente hablando). Estos grupos (más cerca de la fechoría y el dinero que de la literatura) pueden lograr en Estados Unidos que una novela, buena o mala, se venda muy bien o no se venda. En cambio, para el caso de la poesía, las reseñas favorables, aunque sean muchas, no inciden en la venta de los libros ni influyen, como publicidad, para el éxito “literario”. A los autores de novelas que no se venden, no les duele tanto el ego como el bolsillo. Contrariamente, los poetas, que saben de antemano que no venderán ni muchos ni pocos ejemplares, no se afanan en el negocio, sino en el egotismo. La egolatría compensa lo que el dinero no da. Mailer, en cambio, sabía, cuando empezó a triunfar, que tener una reseña desfavorable en el Times del domingo afectaba su billetera aunque su ego permaneciese relativamente intacto.
La “crítica” de poesía se mueve en el ámbito íntimo de la amistad que se hace pública precisamente cuando una reseña favorable se publica. Luigi Pizzolato ha estudiado a fondo la importancia de la amistad desde la Antigüedad clásica y concluye que “no es aventurado decir que la amistad desempeña un papel crucial en la concepción antropológica”. La amistad es un vínculo parecido al amor y, por lo mismo, no se rige por la objetividad crítica. Los amigos no esperan que les digas la verdad y, tratándose de artistas y escritores, lo que desean son elogios (o siquiera consuelo) para compensar el menoscabo, la insolencia, el silencio, y a veces también la verdad, de sus adversarios.
Como en cualquier otro gremio, es lógico que los poetas vivan y convivan con los poetas, pero la “amistad” entre poetas suele ser moneda de cambio que se pierde cuando ésta no es redituable en la bolsa del egotismo. Si tu amigo poeta te dice, públicamente, que tu libro es malísimo, no encuentras razón alguna para que sigas siendo su amigo, y especialmente en las letras (desde Cervantes, Góngora y Quevedo), más vale enemigo jurado que amigo reconciliado. Éste es el drama de ese vínculo social e íntimo (sincero o no) que se rompe con cualquier cosa, con el menor roce, pues así de frágil es su condición.
Gombrowicz afirmó que los escritores se alimentan, ansiosamente, del egotismo y el endiosamiento. Fustigaba especialmente a los poetas y, en una anotación de 1953, en su Diario, aconsejaba al lector: “No te dejes arrastrar al juego que consiste en que ellos ‘cantan’ mientras tú admiras. Revisa tus lugares comunes.” Por otra parte, no se equivoca Joan-Carles Mèlich cuando, en La lectura como plegaria, afirma que “es peligroso tener la conciencia tranquila”. Y lo es, especialmente, cuando uno cree merecer todos los elogios que recibe. Si se vive para el negocio literario, lo que te duele es el bolsillo cuando tus libros no se venden; si se vive para el egotismo, lo que te duele es el amor propio, no porque tus libros no se vendan, sino porque nadie, salvo tú, dice que son extraordinarios. Tal es la sociedad de los poetas vivos. ¿O será mejor decir la sociedad de los poetas bobos?
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