Óscar
Edgar Aguilar
Un superior saluda a su inferior. Óscar renuente, murmura. Se inclina hacia él y en un discreto pero sonoro chasquido al oído le dice: “ten todo listo para las tres en punto”. “Sí, señor”, responde con aire altivo, “como usted diga”. Son las dos de la tarde, un calor espeso sacude la oficina. Las persianas están ligeramente corridas, las ventanas abiertas, sudando también. El ventilador no para de girar, aturdido con su propio zumbido más que los otros empleados. Óscar se levanta, se dirige a un garrafón de agua que reposa sobre un mueble gris, desprende un vasillo cónico de papel, y una y otra vez se sirve el vital líquido llevándolo a su boca pequeña, refinada, casi sensual, en un gluglú exasperante. Las miradas lo siguen, lo persiguen a cada momento. Cada movimiento suyo es para los demás, en realidad, algo irrelevante, sin la mayor importancia, pero causa cierta chismorrería. Después de unos tragos vivificadores, francos… medita: “¡Imposible!”
Ilustración de Juan Puga
|