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Selva Almada y la
violenta claridad
del lenguaje
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Selva Almada
y la violenta
claridad
del lenguaje
Selva Almada
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Luis Guillermo Ibarra
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Nacida en Argentina, es autora de las novelas
El viento que arrasa y Ladrilleros
Nacida en Argentina, es autora de las novelas
El viento que arrasa y Ladrilleros
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A pesar del esfuerzo de las editoriales independientes, la producción literaria en Latinoamérica sigue circunscribiéndose a su región de origen. Aún con los ilimitados canales que han abierto las redes, las compras de libros por internet, un enorme número de relevantes autores está aún demarcado por su suelo, sin concebir un diálogo mayor al de su país. El salto a otros territorios del continente se sigue dando desde España, conquistando los sellos ya acondicionados para un mercado y un circuito favorable de lectores. Incluso, entre estos mismos sellos, las fórmulas de fragmentación de su producción –por países–, han sido caldo de cultivo para ese aislamiento al que me refiero. El caso de Miguel Gutiérrez es sólo una muestra de esta reclusión editorial. A pesar de haber escrito una de las obras literarias más ambiciosas y mejor recibidas por la crítica literaria en Perú en las últimas décadas –La violencia del tiempo (1992)–, fuera de su país resulta un escritor con muy escasos lectores.
Entre esta reserva de autores, el nombre de Selva Almada tiene un lugar muy particular. De sobra sabemos el reconocimiento que ha tenido en su país gracias a sus últimas publicaciones en la Editorial Mardulce. Sobre la escritora argentina, nacida en Entre Ríos en 1973, Beatriz Sarlo no ha dejado de resaltar sus méritos, considerando que se trata de una “literatura de provincia como la de Carson McCullers, por ejemplo. Regional frente a las culturas globales, pero no costumbrista. Justo al revés de mucha literatura urbana, que es costumbrista sin ser regional”.
Selva Almada sabe penetrar en la historia de violencia contemporánea por medio de un lenguaje configurado desde los abismos de sus personajes y los infiernos de sus complejidades humanas. Sus novelas son algo parecido a las microhistorias bien contadas. Viajes circunscritos a escenarios definidos, imposibles de romper. La vieja idea flaubertiana del conflicto que generan los sueños y los deseos está latente en sus novelas. Digo esto de conflicto, pero debo recalcar que también hay un tedio, una normatividad de los horrores, como si fueran el termómetro de todos los días.
En la novela Ladrilleros (2013), el crimen demarca la sociabilidad o las desavenencias entre las familias del Litoral. Se respira de todo en ese pequeño mundo de provincia: muertos que no interesan, crímenes sin testigos y genealogías familiares arrastrando la marginación y el derrumbe, al compás de sus infinitas venganzas. Estos conflictos estarían ya presentes desde la publicación de su libro de relatos Una chica de provincia (2007).
Quien se atreva a pensar en un libro de un estilo aparentemente sencillo y de una sórdida complejidad, no puede menos que recurrir a su primera novela, El viento que arrasa (2012). Selva Almada olvida las viejas tentativas de experimentación del lenguaje, que dieron como resultado una gran cantidad de obras de artilugios vacíos. Lo suyo es más bien el regreso, la misión de contar con una inocencia poética.
En el arte de la novela es común dividir en bandos los estilos creativos. Unos, muy cercanos a los mecanismos de la prosa poética. Otros, los narradores capaces de hacer del arte de contar historias un termómetro de sobriedad entre la realidad y el sentido de las palabras; un realismo con variados matices que no cesa de regresar. Es claro que a Selva Almada podemos situarla entre estos últimos; sin embargo –ahí está el detalle de su grandeza–, parece que a medida que nos vamos adentrando en sus historias, nos encontramos con una serie de hallazgos poéticos, concebidos en un lenguaje llano, en las posibilidades infinitas de esas palabras que habla la mayoría de los mortales, configurando así el ejercicio de una forma de arte narrativo que en mucho nos hace recordar de nuevo a Juan Rulfo.
Las ciento sesenta páginas de la novela El viento arrasa son suficientes para mostrarnos ese camino. Una historia aparentemente sencilla, la del reverendo Pearson y su hija, los cuales hacen una pausa en su viaje por El Chaco para reparar su viejo auto, sirve de marco para mostrar los infiernos morales de la provincia. El peso de las obsesiones de esta moralidad está representado, sobre todo, en Pearson, al querer redimir la vida del personaje de un mecánico y la del hijo de éste. El reverendo asume, sin dobleces y con un fanatismo lento y afilado, “su misión en la tierra: fregar los espíritus mugrientos, volverlos prístinos y llenarlos con la palabra de Dios”. Mientras esto sucede, las digresiones en la novela le sirven a Selva Almada para mostrarnos la inexistencia de “paraísos perdidos a donde volver” y las formas vacías de la memoria.
Después de Faulkner, Rulfo, Carson McCullers y Cormac McCarthy, Selva Almada puede seguir hablando desde las esferas de la soledad de los territorios humanos, condenados desde su misma génesis; de la “muerte” como una cosa “vacía y oscura”; puede seguir hablándonos desde los márgenes, con esa violenta claridad de su lenguaje.
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