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Street art en la ciudad de Guadalajara,
México, 2014 |
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Y si anda la noche en el camino
Mirar de frente el miedo y sonreír
De sospechar que llega un asesino
Carlos Eduardo Turón
¿Has sentido alguna vez la mirada de alguien que vigila?
¿Recuerdas? El contorno de esos ojos, esas líneas oblicuas que enmarcan en su centro el reposo infinito de la muerte como perros agitándose a mitad del sueño. Ojos poderosos. Pestañas que envuelven, poseen y súbitamente nos despiertan.
–Todo se trata de dinero ¿no, Joy?
–Sí.
–Serías capaz de vender a tu propia madre, Joy.
–Sí.
–Por algunos sobres como éstos, Joy.
–Así es.
–Aunque de por medio vaya tu propia vida, Joy.
–Sí.
En la simetría del tejado rojo, la silueta de un cuervo con mirada siniestra, casi obscena, anuncia la llegada del último tren a Santo Cristo. Adentro, en la estación, dos tipos esperan impacientes. Con movimientos teatrales y cínicos, imitando un show en pasarela de la moda norteña, despiertan temor en los transeúntes. Son dos mastines: usan lentes oscuros, botas vaqueras de lagarto, jeans ajustados y texana: cortesía del gobierno federal.
Del vagón central desciende el asesor. Detrás del paso sosegado esconde, entre la multitud, su dureza primitiva. Al mirarse se identifican y con discreto movimiento de manos se saludan. En el estacionamiento flota la niebla sobre los manchones verduzcos de césped insertados entre retazos de concreto. Se dan tiempo para abordar un Jaguar blindado. Dentro del auto la información se transmite en breve bisbiseo, a la vez que se reparten seis gruesos fajos de billetes verdes. Al recibirlos dan señal de estar conformes. Cierran el pacto.
Tras del crepúsculo la noche cae con suavidad.
Jen Wilton, Narco skull, exibición en CASA, San Agustín, Oaxaca.
Con permiso CC BY-NC 2.0 |
Mirarás las manecillas del reloj alcanzar el cuatro. Martha sellará en tu mejilla la suave caricia de sus labios, como todas las veces que sabe y comprende que precisamente a esa hora, apresurado, intentarás darle sentido a los motivos de tu lucha. Dialogarás con tus compañeros en el pequeño recinto rodeado de libros, con aroma de café. Pero ellos, por alguna razón que está fuera de tu entendimiento, no llegarán puntuales. Dispersos y en distintos momentos te harán saber su acuerdo; lo sabes y, sabes que es buena señal. Está bien, te dices, como te dices tantas cosas. Aquí dudas, se tambalean levemente tus esquemas, comprendes la complejidad de establecer correspondencias con el hecho concreto. Tus manos en el bolsillo del pantalón buscarán el objeto que has consentido como amuleto y no lo encuentras. Caminas. La figura blandengue de una anciana atizando la lumbre en el brasero recobrará tu inconsciente donde se agitan tantos pretextos y sigues, le pides el café que tú inventas merecer, el sabor a barro del tazón te impacienta, entre el tintineo de las monedas te sientes marioneta y aspiras, observas el humo, compruebas en un parpadeo las sombras de las llamas. Ahí estás. Eres tú. Sí, caminas el mismo sendero, la mente alerta; despejas una variante, la contrapones en una infinita serie de incógnitas, tu ecuación se ajusta, se alarga, a punto de romper los números, estiras los brazos, los dejas caer en péndulo, sientes su dureza metálica, cortante, de aspas. No eres el único, muchos a esa hora se mueven en distintas direcciones, respiran de distintos modos, en ene reflejos se piensan una y otra vez. Anónimos. En acto temerario intentas penetrar en sus pensamientos, conocer sus intenciones, cruzar una mirada, ser el hombre invisible. Algunos se saludan, tú lo evitas. Ahora sonríes. Te das cuenta de que el cuerpo ya está libre del influjo de la nicotina al notar una rara especie de luciérnaga intermitente multiplicada en las bocas de extraños seres. La oscuridad está para abrirse a la mañana sin violencia. A la labor. Adentro, en las oficinas de Sector, lo entiendes, eres una palabra más en el organigrama, no importa, en poco tiempo la jubilación llegará, así, despacito. Imaginas que el tiempo para de golpe, y el espejo en la oficina te desmiente, se ha escurrido disperso en horas y horas de hacer nada o lo mismo. Eres de la vieja guardia normalista. Entonces te sabes, todo ha quedado en el paralizado ímpetu de juventud igual a una endeble fotografía. Blanco y negro. En el campo de batalla, impulsivos, ustedes han logrado cimbrar a los altos mandos, han aprendido, engordaron el filo activista de la experiencia. Pero reflexiona, donde estás. Avanzas o retrocedes. Acaso el andar en círculos y paralizar Palacio les aprovecha. Dónde sitúas entonces tu continente. Dónde situar estas palabras. Dónde situar a cuatro sujetos que interrumpen el silencio. Estás solo. El velador lo nota. En medio, detrás y delante cuidan esos hombres que no se desborden tus pasos de goma. Soportas tu historia, el golpe a los riñones, el insuflo del rencor en las costillas, doblas la cintura y, un codo, veloz, rompe el hueso crujidor de tu nariz. El velador anota, verifica, saca cuentas, vuelve a verificar, avisa, eso, sólo avisa. Sospecha. Especulación e impotencia. Y velocidad, mucha velocidad de los neumáticos en el asfalto. En el terraplén. Esperas otros golpes, insultos. Te dan silencio y el beneficio de la incertidumbre. Preso en angustia, tendido boca abajo sobre el suelo ranurado de la camioneta: escuchas el sonido del viento. Crees tener capacidad de palpar los giros los cambios los suelos las respiraciones su piel sus ojos. Pero te equivocas, atrozmente.
En el jardín del centro de la plaza, con los huesos rotos y la garganta cercenada yace un hombre de piel cobriza con los ojos abiertos. La gente se reúne en torno a él.
Es raro: cómo los cuerpos carecen de significado. Mirándolo bien, los muertos no son diferentes entre sí. Bueno, en el color de la piel sí, y en el último gesto que hacen al despedirse de este mundo.
Pero en esencia no, pues ayer don Leovigildo manifestaba una gran vitalidad, sostenida con firmeza por una conciencia plena en el discurso y sus acciones. Realmente don Leovigildo había logrado movilizar a mucha gente y poner en aprietos a los mandos claves del poder. La masa, convencida, lo seguía con la ilusión de que en sus vidas se darían profundos cambios; por supuesto que era una utopía, pero al fin y al cabo lo seguían y de pronto, ahora, todas las grandes esperanzas se hundían como si enormes zonas de este mundo hubiesen sido tragadas por enormes bestias.
Entre los crisantemos estaba el cuerpo devastado.
Entre el ir y venir, voces y mariposas revoloteaban alrededor.
–Se lo merecía, por transa y revoltoso.
–No jodas, hombre. Siempre fue derecho, gran amigo.
–Pobre mujer cuando sepa la noticia.
–Ella, como quiera. La va librar. Lo difícil serán sus niños.
–Eso no tiene vuelta de hoja.
–Maldito asesino, ahora sí se le hizo; ahora sí ha de estar conforme.
–¿Quién?
–Pues quién más: el cabrón de Celerino y sus rabiosos perros.
–Mundo loco –dijo la loquita.
La gente en vano intentaba dar un sentido, una explicación, a veces con preguntas y respuestas vagas, enredada en laberintos. Sí, era un hecho, se había dado un asalto en el espacio-tiempo, y en la nueva dimensión, lo que fue ya era lo que menos importaba, pues ahora las cosas tomaban un giro diferente.
En la imaginación de Sabás, en acto semejante a la proyección de un filme, el conflicto se agudizaba y el movimiento quedaba trabado durante siete largos años. De hecho, él predijo el crimen y ahora, antes y después, con su misteriosa voz lo relataba con especial énfasis en el detalle. Tal vez por eso nadie le creyó. Todos decían: estás loco.
¿Sirve de algo la memoria? A juzgar por su cuento, Sabás decidió que no. Que los habitantes de Santo Cristo, absortos en sus intereses, olvidaban la lección, día a día, porque el peligro, según ellos, no era el bramadero agazapado de una creciente.
La ausencia del inseparable amigo en los últimos días lo delataba como el principal sospechoso.
Los otros, los dolidos e indignados, en medio del silencio gestaban su ofensiva. Algunos entendían con claridad que aquí estaba perdida la batalla, pero también que el juego daba inicio y no, no claudicarían.
Los obstinados, ellos, simplemente sacrificarían la vida.
Sabás, solitario, escuchó –Así, caminito, así– al arrullo del murmullo que canturreaba un niño saltando las líneas de la rayuela frente a las escalinatas de piedra labrada que daban a Palacio, un Palacio abandonado donde una ráfaga de viento hacia piruetas, piruetas prodigiosas que alcanzaban los remiendos de sus zapatos. Entonces, los ojos de don Leovigildo cerraban sus párpados muertos para siempre.
Pitaba el ferrocarril.
Dentro de un vagón, unas manos encendían un cigarrillo conectado a una boquilla de marfil. A través del vidrio empotrado en la ventanilla, de perfil, la sombra del hombre inhalaba nicotina, duro, satisfecho por el método invisible y su eficacia.
De golpe, en el solitario paraje una mole de acero al chirriar iniciaba el desplazamiento de sus ruedas sobre los rieles, en tanto la serpentina de su humo formaba volutas que se desvanecían en el aire.
Mientras, en lo alto, sobre la simetría del tejado rojo, la silueta de un cuervo con mirada siniestra, casi obscena, desgranaba el aviso de salida del primer tren de Santo Cristo.
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