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Vigilia
En la sombra de los hijos sin camino de regreso, en el contorno de sus hombros un instante recortado por el sol en la mañana, o en la orilla de la tarde a fuego lento, cuando el filo de las horas se talla con el frío de las piedras; en la noche que crece y se dilata de cansancio después de una jornada de búsqueda tenaz entre malezas, surcos, cuevas, cañadas o barrancas, ahí donde nadie nunca nada y donde acaso todo siempre algo alguien se aparezca –una prenda, el destello de un objeto suyo, el lodo seco de una huella, una silueta de cenizas. En el hueco que dejaron fuera, disperso en todos lados, y que habrán de recoger en su persona, ponerlo dentro de sí y de la casa, para que vengan de nuevo las cosas a su impulso llano y amoroso de familia; en los pies palpitantes y polvosos echados a andar por los tantos recovecos de la ausencia, o ya desparramado el cuerpo en una silla, dormitando apenas, sudor sobre sudor la espalda, la nuca y el pecho, es sencilla y severa la memoria de los padres. Y no cesa y tampoco se desborda, no se diluye en la tardanza y la indolencia de la ley, no esa memoria que viene de tanta cercanía a la espiral que le abre de pronto la distancia vertida en cada parte; de la cadencia de los días y sus llanas esperanzas al tajo vertical del robo de la voz, el despojo de la risa, el paso, el talle y la estatura, ese modo de ser que tiene cada uno y su intención en el aire del planeta arrebatado al aire del planeta. El crimen que incita su vigilia tal vez tendrá culpables reales o ficticios. Y los culpables tal vez encontrarán alguna forma de castigo. Pero al cabo, en la áspera conciencia de estar vivo desde entonces, nada es suficiente, nada calla el zumbido de la ausencia entre las sienes, nada apaga el hielo que quema el pensamiento o sana la mordida que deja la violencia en el borde de la lengua y el alma del lenguaje. Y sin embargo, con sus tiempos forzados al destiempo, dislocados de la curva de la vida, desplazados sus linderos, esa memoria no se asienta, no se ovilla en el tibio nicho del recuerdo solamente, y exige entonces su derecho a lo que habrá y habría de ser; a un ayer, un mañana y un ahora que reclama el múltiple compás de lo posible truncado en lo que fue. Es una memoria alerta y llena que hace las preguntas más sencillas y rotundas: dónde, cómo, cuándo, por qué, quién, quiénes, para qué, y al silencio muerto que les sigue imbricado en un tumulto de gestos y palabras se resiste, aquí, en este territorio embrutecido y roto por el lujo y la miseria: “De día amordazábamos/ nuestro dolor en las gargantas/ y las grutas de la sierra./ De noche huíamos diezmados/ la boca llena de polvo/ y un ascua ardiente en el estómago.// ¡Tantos muertos y heridos/ dejados al pairo en aquel valle/ bajo un sol impávido y sereno!// Esa noche uno cantó:/ –Háblenme montes y valles/ Grítenme piedras del campo–…/ y otro repitió viejas palabras:/ –En el país derrotado/ ríos y colinas impasibles–…// –¿Es que no lo escuchan/ las nubes el agua las montañas?/ ¿No sienten que en su hechizada paz/ tampoco para ellas hay justicia?// Bajo el chisguete de la Vía Láctea/ no nos resignamos a creer/ que Dios nos haya abandonado” (De tan lejos, poema 181, en Partidas, Francisco Segovia.)
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