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En la Alemania guillermina, la del káiser, los campamentos de instrucción de las tropas coloniales que serían enviadas a África se instalaban cerca de Bonn, en verano, para que se fueran aclimatando. Lo que plantea la pregunta acerca de los veranos alemanes, pregunta que a su vez remite a otra: ¿cómo olvidar esta epifanía de las Crónicas marcianas, de Ray Bradbury?: “Un minuto antes era invierno en Ohio.”
Pues bien: durante muchos años, cuando los amigos me llamaban desde España, México, Argentina, y me preguntaban qué tal verano hacía en Alemania, jamás resistí la tentación de parafrasear a Bradbury: “Un minuto antes era invierno acá: y un minuto después también.”
Los sesenta segundos en medio habían sido el verano alemán. No andaba yo muy lejos de aquella sarcástica observación de Heine, según la cual el verano en Hamburgo es un invierno vestido de verde.
Sólo que entretanto la capacidad mutante del ser humano ha sido puesta a prueba de nuevo, esta vez por el llamado “efecto invernadero”. Y al respecto siempre recuerdo algo que dice Ortega y Gasset en su prólogo a Veinte años de caza mayor: “El sagacísimo padre Teilhard ha podido dar, como uno de los atributos meramente zoológicos que diferencian al hombre de los demás animales, su casi ubicuidad planetaria. Hay hombres en el trópico y en los círculos polares, a 4 mil metros de altitud (Bolivia) y bajo el nivel del mar (Holanda).” En suma, sus genes lo capacitan para sobrevivir de cualquier modo en este mundo cada vez menos ancho y más CNN.
Me vienen a la memoria mis primeras ferias del libro de Fráncfort del Meno, donde acudí desde 1970 hasta 2002, y en esa rememoración se me hace claro que, durante casi quince años, todos íbamos allá pertrechados con abrigos, bufandas, guantes, paraguas y el resto de la parafernalia inventada por el género humano para defenderse del frío, las nevadas y la lluvia. Parecíamos momias ambulantes.
Pero un buen día de octubre, a mediados de los años ochenta, mientras empezaba a hacer el equipaje para Fráncfort, de repente me di cuenta de que no necesitaba ni abrigo ni bufanda ni guantes, ni qué decir el paraguas. Durante las últimas ediciones de la feria hubiésemos podido viajar a la ciudad natal de Goethe vistiendo no más que pantalones y guayabera.
Adiós, pues, a ese invierno alemán que todavía en 1980 me había deparado el espectáculo inolvidable de un Mar del Norte pasmado, con las olas detenidas en su elíptica ascensión, casi como si quisieran testimoniar a posteriori en favor del Curzio Malaparte de una imperecedera página de Kaputt. Aquella donde describe un tropel de caballos aprisionado en el lago Ladoga por la congelación de sus aguas:
Casi toda la artillería soviética del sector septentrional del istmo de Carelia, huyendo de la redada de los soldados finlandeses, se había dirigido hacia el Ladoga, con la esperanza de poder embarcar las piezas y los caballos poniéndolos a salvo al otro lado del lago. El tercer día un enorme incendio iluminó el bosque de Raikkola. Enloquecidos de terror, los caballos de la artillería soviética, en número de casi un millar, se arrojaron a la hoguera, rompiendo el asedio de las llamas y las ametralladoras. Muchos perecieron en el fuego, pero la inmensa mayoría alcanzó la orilla del lago y se echó al agua. El lago es poco profundo en aquel punto, apenas tiene dos metros, pero a un centenar de pasos de la orilla, el fondo se precipita en cortado. Reducidos a aquel breve espacio, entre el agua profunda y la muralla de fuego, los caballos se agruparon temblando de frío y miedo, con la cabeza erguida fuera del agua. Los más cercanos a la orilla, asaltados por las lenguas de las llamas, se encabritaban y se montaban sobre sus compañeros, intentando alejarse a patadas y mordiscos. En el furor de la refriega fueron sorprendidos por el hielo. De golpe, con su característico y vibrante sonido de cristal golpeado, se heló el agua. El mar, los lagos, los ríos, se hielan de repente, debido a la rotura, que sucede de un instante a otro, del equilibrio térmico. Al día siguiente, cuando las primeras patrullas llegaron a la orilla del lago, un horrendo y maravilloso espectáculo apareció ante sus ojos. El lago era como una inmensa lápida de mármol blanco, sobre la que parecían como colocadas centenares y centenares de cabezas de caballos. Daban la impresión de estar cortadas por el filo de una guillotina, pues eran tan sólo las cabezas las que emergían de la costra helada. Todas miraban hacia la orilla. En los ojos, abiertos, brillaba aún la blanca llama del terror.
Adiós, pues, a ese invierno alemán malapartino, pero también a los veranos que duraban nada más que sesenta segundos y parecían inviernos vestidos de verde. Los veranos alemanes se han vuelto tropicales: los de 1994 y 2003, además, tórridos. Y menos mal que los naturales del país siempre fueron heliófilos, adoradores del Sol con una devoción perruna... por más que los perros andaluces que asimismo me vienen a la memoria, cuando arreciaba el Padre Febo preferían acurrucarse al amparo de alguna refrescante sombra.
Sea como fuere, hay una estadística que me ha dejado un tanto patidifuso, pensando yo como pensaba, y como suele pensar el común de los mortales, que los alemanes son los campeones mundiales del turismo. Y hasta puede que lo sean en términos relativos, es decir: ellos son los que más tiempo y dinero invierten en viajar al extranjero. Pero el país que más visitan durante los veranos, aquél que es el suyo predilecto por sobre todos los demás, es uno fragmentado en millones de parcelas de pocos metros cuadrados, generalmente orientadas hacia el sol poniente y protegidas por barandas metálicas u obra de mampostería: en otras palabras, los balcones de sus casas. Un vastísimo imperio al que se refieren irónicamente con el nombre de Balkonia.
Ese sí que es su verdadero espacio vital, su Lebensraum. Y no deja de tener su lógica, porque el anagrama de Lebensraum no es otra cosa que el adjetivo “mensurable”. Como lo es un balcón. Sólo que Hitler no lo sabía.
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