Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Verano e invierno
en Balkonia
Ricardo Bada
Patrick Modiano:
esas pequeñas cosas
Jorge Gudiño
Edmundo Valadés
y la minificción
Queta Navagómez
Seis minificciones
Edmundo Valadés
Halldór Laxness,
un
Premio Nobel islandés
Ángela Romero-Ástvaldsson
Gente independiente
(fragmento de novela)
Halldór Laxness
Clamor por
Camille Claudel
Esther Andradi
Leer
Columnas:
Galería
Honorio Robledo
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal |
|
Ángela Romero-Ástvaldsson |
|
slandia, esa isla localizada en un recodo del mundo, con una población de 330 mil habitantes y una superficie de 103 mil km², es una gran desconocida en términos generales, incluso para la propia Europa. Pocos saben, de hecho, que cuenta con un Premio Nobel de Literatura. Circunstancia que, por otra parte, no debería resultar sorprendente en un país eminentemente literario desde sus orígenes, a finales del siglo IX, y que tuvo en la Edad Media su época dorada. Igualmente ignorado, por ende, es el nombre del galardonado con el reconocimiento más excelso de las letras, Halldór Laxness (Reykjavík, 1902-1998), o “Halldór, el de la península de los salmones”, que es lo que significa “Laxness”, apellido que adoptó en honor a la granja situada a las afueras de Reykjavík en la que pasó su infancia (una rareza, pues los apellidos al estilo occidental apenas existen en islandés, sino como patronímicos o, más recientemente, como matronímicos, o sea, confeccionados a partir del nombre del padre o de la madre; en su caso, el suyo por nacimiento era Guojónsson), y que recibió en 1955, antecedido por Ernest Hemingway, por el “poder vívido y épico que ha renovado la narrativa islandesa”, argumentó el comité sueco a la hora de concedérselo. No habría nada irreparable o reprochable en ese desconocimiento –al fin, no todo se puede saber–, como no sea que éste impidiera que los lectores accediesen a la obra de uno de los escritores mayores de la literatura islandesa, ya un clásico.
Halldór Laxness en 1955 al recibir el Premio Nobel |
El caso de Laxness es del escritor vocacional por excelencia. Un temprano arranque creativo que al escritor le gustaba signar en un hecho sobrenatural que le ocurrió a los siete años, cuando Cristo se le apareció sobre una roca en un brillante mediodía de primavera, para susurrarle que a los diecisiete años moriría, premonición que le hizo afrontar desde ese momento la vida con la escritura como único horizonte, dado el poco tiempo que le restaba. Afortunadamente, aquella negra profecía sería desdicha por una longeva existencia de noventa y cinco años, en la que desarrolló una prolífica carrera que comprende poesía, artículos periodísticos, obras de teatro, literatura de viajes, historias cortas y quince novelas. Con apenas catorce años publica su primer artículo en el diario nacional Morgunblaoio, y su primera novela, Hijos de la naturaleza, a los diecisiete, nacida en respuesta a aquella revelación infantil que le dejó marca indeleble, y en la que ya demuestra ser dueño de un estilo propio. De hecho, el propio autor la consideraba una suma de las que escribiría en adelante: “Todos mis libros fueron una simple exposición de las conclusiones a las que yo había llegado en Hijos de la naturaleza.”
Queda más que probada su precocidad creativa. Laxness fue un hombre vehemente y comprometido con su tiempo, lo que lo llevó a lo largo de su intensa vida a sufrir cambios ideológicos radicales que le hicieron pasar de luterano a católico, a agnóstico, a socialista en la década del treinta y cuarenta, a defensor de la Unión Soviética, hasta que se produjo la invasión de Hungría en 1956, desilusión que lo condujo a la práctica de un taoísmo moderado en la última etapa de su vida, ya presente en su novela El concierto de los peces (1957). Durante setenta años fue indiscutiblemente una de las figuras dominantes de las letras islandesas, y sigue siéndolo en gran medida. Feroz individualista y defensor de la propia originalidad, fue en sus comienzos duramente atacado por los puristas de la lengua islandesa, misma que él manejaba con un estilo único, libremente, sin complejos ni encorsetamientos. Las mayores influencias en su literatura incluyen a Freud, Nietszche, Strindberg y Proust. Viajero irredento, toda su vida lo persiguió el conflicto de ser islandés y un hombre de mundo, pero logró conciliarlo en sus novelas, en las que fue un innovador formal y temático al fundir magistralmente el estilo expresionista y la lírica de las sagas islandesas, logrando componer un fresco de los cambios de su país, desde la independencia de Dinamarca (1 de diciembre de 1918), hasta la segunda mitad del siglo XX, en novelas como Salka Valka (1932), Luz del mundo (1940), La estación atómica (1948), en la que se narra la desmoralización que produjo en el país la cesión de un terreno para la instalación de una base de la otan regentada por Estados Unidos, Paraíso reclamado (1960) o Bajo el glaciar (1968).
Pero si hay una novela que refleja el carácter del pueblo islandés es Gente independiente (publicada en dos partes, en 1934 y 1935). Su personaje central, Bjartur de la Casa Estival, es un granjero cuya premisa vital es que un hombre independiente, soberano y verdaderamente libre, no es otro que aquel que es dueño de su propia tierra. Dicha premisa lo enfrenta a una lucha sobrehumana con el sistema y las fuerzas de la naturaleza, una empresa que lo lleva incluso a sacrificar a su propia familia por hacer valer sus ideales. La mezcla de lo épico y lo lírico, con vestigios de las sagas, da como resultado una prosa envolvente de gran hondura ética y estética. La novela tiene un fuerte componente de denuncia, pues cuestiona las pésimas condiciones de vida de los campesinos islandeses sometidos al abuso y la indolencia de las clases gobernantes. En ese sentido, Bjartur, con su espíritu de resistencia, se alza como una metáfora del pueblo islandés, un pueblo pacífico y luchador que se ha visto obligado a lo largo de su historia a reponerse de innumerables catástrofes naturales, del aislamiento geográfico y político de Europa, a lograr su independencia, y a recuperar la confianza en sí mismos tras la atroz crisis financiera que hundió económicamente al país en octubre de 2008. No sería descabellado, por todo lo dicho, comparar Gente independiente con La montaña mágica, de Thomas Mann, pues ambos son textos poderosos y torrenciales que recrean conflictos esenciales del siglo XX: la resistencia a la modernidad, la nostalgia de lo telúrico y la vinculación a la tierra. Buena prueba de su relevancia es que Juan Rulfo haya reconocido en numerosas ocasiones que Gente independiente constituyó una influencia decisiva en su escritura.
El redescubrimiento de Laxness en la última década en Europa y Estados Unidos se ha manifestado en numerosas ediciones de sus novelas, lo que confirma la vigencia de su escritura.
|