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Jorge Gudiño
Siempre que se anuncia el Premio Nobel se desata la polémica. Ya sea porque no se lo dieron al favorito en las casas de apuestas, ya porque se considera que se lo otorgaron a un autor menor, ya porque es un desconocido para gran parte del público.
En el primero de los casos, sólo queda sonreír con un poco de indulgencia. Los pronósticos y las apuestas en torno a este premio son muy diferentes a los relacionados con eventos deportivos. Es imposible conocer cuáles son los autores nominados. Los apostadores se dejan llevar por la popularidad o por la fama, no por datos duros que permitan predecir el desenlace. En otras palabras: apostar por el siguiente galardonado no es un ejercicio similar al de analizar las cualidades defensivas y ofensivas de un equipo o entusiasmarse por una jugada de último minuto. Se apoya a determinado autor sólo porque nos ha significado algo, porque nos ha cautivado su literatura, porque es de nuestro país o porque pertenece a nuestro universo lingüístico. Ganar este tipo de apuestas es más consecuencia de la suerte que de razones bien fundadas. De ahí la indulgencia.
El segundo caso es más complicado. Sobre todo si se considera que no contamos con parámetros bien diseñados para discernir la calidad global de la obra de un autor cuando la enfrentamos con otra. La literatura no permite esos ejercicios. Decir que A es mejor que B y lanzar una larga perorata argumentativa es tan factible como sostener que B supera a a por razones bien fundadas. Así, descalificar al nuevo Premio Nobel sólo porque lo consideramos inferior a uno, dos o cuarenta escritores vivos, sólo habla de nuestra soberbia: sostenemos que nuestras lecturas son mejores que las de los otros, sin importar que esos otros sean miembros de una Academia. Y eso está bien: defender lo que creemos nos vuelve lectores más apasionados, pero no infalibles. Empecinarnos en ello nos hace testarudos.
El tercer caso es el más significativo y también parte de una buena carga de soberbia. Sorprendernos porque le han otorgado el máximo galardón de las letras a alguien que no conocemos suena lógico. Sin embargo, más que una decepción debería ser un aliciente. Nadie lo ha leído todo y toparse con un autor desconocido siempre resulta agradable. Por supuesto, no todos los premiados nos gustan pero, aun así, bien vale la pena darles el beneficio de la duda.
Fotos: Editorial Anagrama |
Lo que resulta más difícil de comprender es el denuesto automático. Es cierto, la Academia sueca no siempre ha otorgado el galardón por razones literarias. La lista de los escritores faltantes es extensa y crece año con año. De ahí a lanzar insultos e imprecaciones contra los académicos hay un gran paso. La descalificación de quienes deciden es más un acto de afirmación de nuestro propio horizonte de lecturas que un planteamiento racional. A fin de cuentas, si no nos gusta el autor premiado, si no compartimos las razones de los otorgantes, nada más sencillo que hacer caso omiso del premio.
El Premio Nobel a Patrick Modiano ha sido cuestionado desde muchas trincheras: incluso desde la que sostiene que es injusto que sea Francia el país que cuenta con más Premios Nobel de Literatura. También ha sido aplaudido. Y es justo por eso que bien vale la pena analizar lo que este autor nos ofrece con sus novelas. A la larga es posible que no termine convenciéndonos. No obstante, bien podría ser un buen punto de partida. No intento, pues, convencer a nadie, sólo compartir mi experiencia lectora de las novelas de Modiano.
Hay una suerte de máxima en el mundo de los lectores que defiende la idea de que, en realidad, los novelistas, a lo largo de su vida, sólo escriben una novela. Ya sea porque sus temáticas son recurrentes o porque les resulta imposible sustraerse de sus obsesiones. Así, cuando un lector se va adentrando en la obra de un escritor, puede identificar elementos que son comunes en cada uno de sus libros. Cuando esto sucede al lector le da por asumir alguna de las siguientes posturas: se siente especial porque ha conseguido desentrañar el misterio del autor o, al menos, puede participar del guiño que significa leerlo desde esta nueva perspectiva, es su cómplice; se siente defraudado porque, tras tanto esfuerzo, termina en el mismo sitio en el que empezó. Ambos son extremos de actitudes frente a la lectura. Mientras algunos gozan ante la posibilidad de conocer mejor al escritor, otros piensan que ha sido una pérdida de tiempo, que bastaba con leer el libro más acabado del autor para cubrir sus propias expectativas.
Pero, ¿qué tan cierta es esa máxima? Intentar responder la pregunta sería reduccionista. Pese a ello, existen autores que, claramente, escriben como una forma de exorcizar sus propios demonios. Algunos incluso lo confiesan: es cierto, pese a los innumerables libros, sólo han escrito una gran novela. Cada nuevo texto no es sino una variación o una ampliación al mismo tema.
Patrick Modiano es uno de ellos. Al abrir cualquiera de sus libros, el lector encontrará elementos claros que los identifican. Más aún, frente a uno nuevo, antes siquiera de hojearlo o de iniciar los rituales que cada quien puede tener con el objeto previo a la lectura, ya sabe con qué se va a encontrar. Alguien podría argumentar que eso no tiene sentido. ¿Por qué querríamos leer algo con esas limitaciones? Al margen de todo lo que se puede decir a favor de la relectura, el asunto no estriba ahí. No es que sepamos exactamente qué dirá el libro o la historia que cuenta. Sabemos otras cosas.
La primera de ellas es el contexto. Aunque no vivió en esa época, Modiano gusta de ambientar sus novelas en el período de la ocupación alemana en Francia, y ese es un gancho efectivo. En realidad, no busca narrar la guerra sino utilizar un cronotopo con características especiales. Nada más fuera de la normalidad que una ciudad tomada. En ella se debaten los habitantes que buscan continuar con sus vidas de una u otra forma, con el hecho ineluctable de que éstas han cambiado para siempre. Los valores que regían la cotidianidad se han trastocado por completo y, pese a ello, siguen existiendo asideros, vínculos, relaciones, costumbres, personas que los atan a lo que han sido hasta ese momento. Tal vez sea porque habitan este lugar apartado de lo normal, y que, al mismo tiempo, intenta regresar a lo conocido, que Modiano eligió este contexto al margen de toda la carga de significados que le representa. No por nada en algunos de sus libros se dejan ver visos autobiográficos y familiares.
Además, profundizar en la vida de los personajes en un estado de excepción tan absoluto, permite narrar la ocupación no desde el lado de las tropas, sino del de las personas. Es una forma alternativa de narrar la guerra, de permitirnos entrar a un mundo en el que las vivencias han sido trastocadas. De ahí el enorme peso de la nostalgia. Ésta no se basa en los grandes cambios, sino apenas en pequeñas cosas, en el recuerdo de lo que fue antes, de lo que pudo haber sido. De ahí que sea posible empatizar con lo narrado. Aun cuando el lector no haya vivido algo semejante, nuestra postura frente a la nostalgia es similar a la de todos aquellos que han perdido algo. Nosotros mismos siempre tenemos algo que extrañar.
El segundo elemento es la búsqueda. Los personajes, pese a estar armados con maestría, resultan incompletos. Al menos en lo que respecta a sí mismos. Entonces buscan. Y lo hacen con pesar, como si estuvieran convencidos de la inutilidad de su búsqueda, quizá a sabiendas de que no van a toparse nunca con aquello que intentan recuperar. Estas búsquedas no siempre se remiten al mismo objeto. A veces es una persona. El padre desaparecido, un amor de antaño, incluso la propia identidad. Por eso también huyen.
Entonces se van amarrando los conceptos. Buscar a alguien no es sencillo, hacer pesquisas para descubrir quién es uno mismo, mucho menos. Si a ello se le añade el contexto, resulta que los personajes se van perdiendo en un mundo incapaz de darles respuestas . Tan es así que el lector tampoco va a acceder a ellas. A diferencia de muchas tendencias literarias que buscan explicarlo todo, la literatura de Modiano es de las que siembra dudas y no siempre las resuelve. Desde cierta perspectiva, sería injusto hacerlo si los personajes no lo consiguen. Más aún, en ocasiones ni siquiera nos es dado conocer las causas por las que un personaje determinado ha emprendido esa búsqueda. Asumimos que tiene sus razones, nos dejamos llevar por sus actos y, a la larga, vemos cómo se desvanecen sus esperanzas.
En ese tenor, probablemente las novelas más efectistas de Modiano son aquéllas en las que el protagonista especula sobre su pasado. La consabida pregunta de ¿qué hubiera pasado si…?, da pie a un rescate de lo vivido. Los recuerdos se remiten a décadas atrás en las que, por ejemplo, un hombre mantenía una relación con una mujer. Algo insignificante hizo que se conocieran, algo sin explicación hizo que se separaran. Esas pequeñas cosas son el pretexto para narrar una historia que, desde el principio, se sabe terminada y, aun así, consigue atraparnos.
Es como si, mientras leemos las novelas de Modiano, nos contagiáramos no sólo por la nostalgia por el amor perdido, sino por esa otra nostalgia, mucho más profunda, del hombre viejo que recuerda a su primera novia. No es lo mismo recordarla al cabo de unos pocos meses que tras una vida entera. El recuerdo se vuelve, entonces, mucho más denso, tan tangible que nos lastra el ánimo y nos arrebata buena parte de lo vivido hasta entonces.
La fórmula no es nada sencilla, si es que existe. Modiano tiene una capacidad contundente para atrapar a sus lectores, para envolverlos en una nube de desasosiego que no puede sino neutralizarlos en sus sillones de lectura. Ahí, tendrán que ser testigos de cómo detalles minúsculos son los que alteran y trastocan la vida de unos personajes inmersos en sus propias prisiones. En medio de un caudal de dudas, el lector siente la necesidad de intervenir para evitar o conseguir que algo más pase. No lo consigue.
Cuando nos aventuramos en las novelas de Patrick Modiano ya sabemos lo que nos sucederá. Sin importar la trama, la ambientación, el personaje en turno o el conflicto en sus novelas, terminamos la lectura con la sensación de que somos nosotros quienes hemos perdido algo irrecuperable que sigue rondándonos mucho después de que cerramos el libro. Algo que es dulce y violento. Algo que es insignificante pero que ha sido capaz de cambiarnos la vida por completo. Será hasta que nos volvamos a descubrir a nosotros mismos que seremos capaces de liberarnos del desasosiego salido de sus páginas.
Insisto: no existen parámetros duros para definir cuando un libro es bueno o malo. Mucho menos si buscamos compararlo con otros. Pese a ello, cuando las novelas de un autor son capaces de modificar el estado de ánimo de los lectores, se puede asegurar que han cumplido su cometido. Un cometido que suena cruel por momentos, pero que es la respuesta a las propias obsesiones del autor.
Es probable que existan escritores que desempeñen su oficio pensando en obtener premios; que sueñen, mientras acumulan palabras y oraciones, en conseguir ser galardonados por el premio máximo. Dudo que algún día lo logren. Ser premiado, reconocido o alabado por los lectores no es una cuestión de entrenamiento. Por el contrario, obedece más a ser fieles al propio estilo. Y éste se basa, en muchos de los casos, en dar rienda suelta a lo que se siente, en participar en una batalla campal contra los demonios que abruman al autor.
Modiano lo hace, y en su intento tantas veces repetido, consigue contagiar al público. Al margen de cualquier parámetro, cuando un escritor consigue desplazar el significado de las palabras al estadio más profundo de la significancia, cuando consigue que el lector se contagie de ese estadio, entonces bien vale la pena considerarlo para un premio.
Habrá polémica, es cierto. Durará unos cuantos meses y, quizá, se haya olvidado para cuando den el siguiente galardón. Mientras tanto, uno se puede dejar llevar por sus novelas. Creo que, en verdad, son merecedoras de un premio como el Nobel.
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