Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 30 de noviembre de 2014 Num: 1030

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Verano e invierno
en Balkonia

Ricardo Bada

Patrick Modiano:
esas pequeñas cosas

Jorge Gudiño

Edmundo Valadés
y la minificción

Queta Navagómez

Seis minificciones
Edmundo Valadés

Halldór Laxness, un
Premio Nobel islandés

Ángela Romero-Ástvaldsson

Gente independiente
(fragmento de novela)

Halldór Laxness

Clamor por
Camille Claudel

Esther Andradi

Leer

Columnas:
Galería
Honorio Robledo
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Honorio Robledo

Ya me cayó el veinte

Paty, mi sobrina de Los Ángeles, siempre atenta a las invenciones idiomáticas (luego promulgadas en su barrio), me preguntó:

 –Oye, tío, ¿qué significa “me cayó el veinte”?

Para no entrar en un discurso socioecoexistencial, le respondí:

–En mi juventud el peso, que valía su peso en plata, estaba dividido en dos tostones, suficientes para una torta. El veinte era la moneda más corriente que alcanzaba para todas las golosinas, pero que también servía para activar las máquinas de ese tiempo, y era la moneda perfecta para llamar desde los teléfonos públicos. A veces la moneda se atoraba y había que darle unos zapes al aparato para destrabarla. De ahí se acuñó el dicho “caer el veinte”, que se usa cuando de golpe se arregla un problema o, por extensión, cuando entiendes algo.

Paty se me quedó mirando con extrañeza. Pensé que era por algún manejo limitado del idioma. Le iba a ofrecer una explicación más elemental, pero ella se adelantó:

–Oye, tío, ¿qué es un teléfono público?

¡Ñaka! Ella vive en un barrio chicano, donde una jovencita jamás va a caminar hasta una lejana esquina amenazante para echar unas monedas a un teléfono oscurecido; vive en su universo aifontableteado que le ofrece todo, y donde la realidad es lo menos importante. Pocos días antes, creyendo que los chavos habían salido, entré a dejar unas toallas. Entonces vi, horrorizado, a siete jovencitos atornillados a su aparato, embebidos en videos, féisbuks, internet y chats. No se percataron de mi presencia.

Más tarde regresé para invitarlos al cafecito de la esquina, donde tocaban unos cubanos. Los chamacos se ofendieron con la idea: ¿cómo me atrevía a interrumpirles su música de unicel? La realidad no solamente les resulta insípida: les parece despreciable.

Un preparatoriano que ha invertido miles de horas en videojuegos se comunica y se enamora de una mítica jovencita de Nueva Zelanda o de Austria, a la que jamás va a poder besar. Mis alumnos, en las montañas de Veracruz, juegan videos con niños de Albania, de Filipinas o de países que ni pueden localizar en el mapa (y pagan por contaminarse).

En mi niñez, la máxima tecnología imaginable era la del Santo, que llamaba a Blue Demon mediante un reloj. Nos entrenábamos en los futbolitos (donde me hice rey), el billar (de donde mi amigo Matías complementaba su dieta), el dominó, el konkián y el backgamonn. El que invertía cien horas en fut o en basquet se convertía en campeón. Ahora, mi sobrino Héctor pagó trescientas horas en el video de la guerra y sigue igual de bruto.

Paty se la pasa recostada todo el día, pegada a su tablet, consumiendo costales de frituras y barriles de refresco. Se esperaría que fuera una gordita desparramada pero no: se mantiene esbelta como una vela en virtud de que toda esa concentración es capturada por un Condensador de Psicotrones que tiene su aparato.

Diariamente, a nivel planetario, se generan muchísimos millones de horas de energía. ¿A dónde van a parar?

1.  A Microsoft (el principal virus del planeta). Mediante sus aparatos, condensa esa energía, la almacena para los nuevos sistemas de combustible, para cuando el petróleo se termine, y la guarda en sus montañas secretas de Noruega, junto con todas las semillas autóctonas, para cuando la humanidad chatarrera se extinga.

2. A Chicago y Tel Aviv, a las Máquinas Centrales de Telerones (CTM, por sus siglas en inglés), para manipular los instintos adictivos de la humanidad y así colocar mercancías cada vez más estúpidas, caras y ansiadas.

3. Al planeta Marte, a los transformadores de neuroquarks, que utilizan esa energía como combustible en sus recorridos intersiderales.

4. A la constelación Sirio, donde viven los Anunnakis, raza cósmica (pero no la de  Vasconcelos) que se aprovecha del instinto reptiliano de la humanidad para mantenerla aletargada y ordeñarle la energía.

5. Al caño.

Existen algunas sociedades libres de la adicción al  feisbuk, pero ya los nuevos medidores de la CFE se encargan de vigilar y administrar sus latidos, así que debemos asumir plenamente que el Hermano Grande ya es parte de nosotros.