Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 30 de noviembre de 2014 Num: 1030

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Verano e invierno
en Balkonia

Ricardo Bada

Patrick Modiano:
esas pequeñas cosas

Jorge Gudiño

Edmundo Valadés
y la minificción

Queta Navagómez

Seis minificciones
Edmundo Valadés

Halldór Laxness, un
Premio Nobel islandés

Ángela Romero-Ástvaldsson

Gente independiente
(fragmento de novela)

Halldór Laxness

Clamor por
Camille Claudel

Esther Andradi

Leer

Columnas:
Galería
Honorio Robledo
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
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Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
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Cinexcusas
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La Jornada Semanal

 


Noche islandesa. Foto: hqwallbase.com

En tiempos remotos, dicen las crónicas islandesas, hombres de las Islas Occidentales vinieron a vivir a este país y, cuando partieron, dejaron tras de sí cruces, campanas y otros objetos utilizados en la práctica de la hechicería. De fuentes latinas pueden conocerse los nombres de los que zarparon de las Islas Occidentales, para venir aquí, en la primera época del Papado. Su dirigente era Kólumkilli el irlandés, un hechicero de amplia reputación. En esos días el suelo de Islandia tenía una gran fertilidad. Pero cuando los noruegos vinieron a establecerse aquí, los hechiceros occidentales se vieron obligados a huir del país, y los escritos antiguos dicen que Kólumkilli, decidido a vengarse, echó una maldición sobre los invasores, jurando que jamás prosperarían y otras cosas del mismo tenor, gran parte de lo cual, por lo que parece, se ha cumplido. Más tarde en la historia, los noruegos de Islandia comenzaron a alejarse de sus verdaderas creencias y a adoptar las idolatrías de pueblos no afines a ellos. Y entonces se asentó el caos en la tierra; los dioses de los noruegos fueron escarnecidos y se introdujeron nuevos dioses y santos, algunos de Oriente y otros de Occidente. Las crónicas nos dicen cómo se construyó en esa época una iglesia a Kólumbkilli en el valle donde más tarde se levantó la granja llamada Albogastaoir del Páramo. Ésta, en los tiempos antiguos, había sido la residencia de un caudillo. El gobernador Jón Reykdalín de Útirauosmyri reunió muchos datos acerca de este valle cenagoso después de que el edificio fue ampliamente destruido en las grandes apariciones espectrales del año 1750. El propio gobernador vio y oyó los distintos sucesos extraordinarios que ocurrieron aquí, como queda demostrado en su bien conocido Relato del Espíritu de Albogastaoir. Se escuchó al fantasma cantar en voz alta en la casa, desde mediados de worri*, hasta bien pasada la Pascua de Pentecostés, en que la gente huyó; en dos ocasiones pronunció su nombre al oído del gobernador, pero respondió a todas las demás preguntas con “ociosos versos latinos y desvergonzadas obscenidades”.

De las muchas historias que se han narrado acerca de esta solitaria casa en su valle de páramos, la más notable es indudablemente una que data de mucho antes de la época del gobernador Jón, y puede que no esté fuera de lugar recordarla para satisfacción de las personas que no han viajado por los terrenos llanos situados junto al río, donde los siglos yacen lado a lado en senderos igualmente invadidos por la maleza, recorridos por los caballos de tiempos pasados; o para la de los que puedan desear hacer una visita al antiguo solar de la colina enclavada en los marjales mientras recorren el valle. No puede haber sido más tarde que a fines del ministerio del obispo Guobrandur cuando cierta pareja arrendó Albogastaoir del Páramo. El nombre del esposo no ha quedado registrado, pero la esposa se llamaba Gunnvör o Guovör y era una mujer de natural sumamente violento, con la reputación de ser versada en las ciencias ocultas y de poseer la capacidad de cambiar de forma. Su esposo, que parece haber sido el más cobarde de los seres, gozaba de muy poca libertad, ya que estaba por completo bajo el dominio de ella. Por de pronto no prosperaron mucho con su labor agrícola, y pocas, por cierto, eran las personas que tenían que les ayudaran. La leyenda dice que la mujer, debido a la pobreza en que vivían y a la abundante progenie, obligó a su marido a llevar a sus hijos al desierto y a dejarlos allí para que muriesen. El hombre puso a algunos bajo rocas planas, en la montaña; sus gemidos pueden escucharse todavía en primavera, cuando la nieve comienza a fundirse. A otros los ató con piedras y los arrojó al lago, en donde sus lloros pueden oírse a la luz de la luna a mitad del invierno, especialmente durante una helada o una tormenta.

* En el calendario tradicional islandés, mes que comienza en la segunda mitad de enero.

Foto: www.wikiwand.com

Gente independiente
(fragmento II de novela)

Halldór Laxness

Lenta, lentamente, el día de invierno abre su
ojo boreal.

Desde el momento en que da su primer
parpadeo soñoliento, hasta el instante en que
sus párpados plomizos han quedado
completamente abiertos, no pasa solamente
una hora tras otra. No, una era sigue a otra
era a través de las inconmensurables
extensiones de la mañana, un mundo sigue
a otro como, en las visiones de un ciego, un
realidad sigue a otra y desaparece… La luz
se hace más intensa. Tan distante es el día
de invierno en su propia mañana. Incluso su
mañana es distante de sí misma. El primer
leve resplandor del horizonte y la total
luminosidad que hiere la ventana son como
dos comienzos distintos, dos puntos de
partida. Y puesto que incluso el alba esta
mañana es distante, ¿qué será su noche? La mañana, el mediodía y la tarde están tan alejados entre sí como los países que soñamos con ver cuando seamos mayores. La noche es tan remota e irreal como la muerte, de la que se habló ayer al hijo más joven, como la muerte que arrebata a los chiquillos del brazo de las madres y hace que el sacerdote los entierre en el cementerio de la pedanía; como la muerte de la que nadie regresa, como en los cuentos de la abuela; como la muerte también nos llamará a nosotros cuando seamos tan viejos que hayamos vuelto a ser niños.

–Entonces, ¿sólo mueren los chicos? –preguntó él.

¿Por qué lo preguntó?

Porque ayer su padre se había dirigido a las fincas con el niñito que murió. Se lo llevó en una caja, sobre la espalda, para que lo enterraran el sacerdote y el alcalde. El cura abre un hoyo en el cementerio de la pedanía y entona una canción.

–¿Y yo volveré a ser niño otra vez–preguntó el chiquillo de siete años.

Y su madre, que le había cantado notables canciones y hablado de países extranjeros, respondió débilmente desde el lecho de enferma en que yacía:

–Cuando uno se hace muy viejo, torna a ser como un chiquillo otra vez.

–¿Y muere? –preguntó el niño.

En su pecho se cortó una cuerda, una de esas delicadas cuerdas de la niñez que se rompen antes de que se haya tenido tiempo de advertir que son capaces de resonar. Y las cuerdas no suenan más. En adelante no son más que un recuerdo de días increíbles.

–Todos morimos