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Verónica Murguía
Recuerdo de Esteban Cervantes
Para Augusto Isla
Nunca he sido nacionalista. Ni de niña creí en el mito de la patria, la santidad de la bandera o el himno. Pocas cosas me dan más pena ajena que el espectáculo de los inexplicable y orgullosamente mexicanos. De los que van con la banderita en el tablero del coche; de los que se desgañitan el 16 de septiembre.
Nunca he dicho “nuestro querido México”. No sé por qué tanta gente insiste en manifestar su amor de forma tan melosa a un país, que si fuera un señor, sería un tipo temible: injusto, violento, manirroto.
Tampoco he gritado ¡mé-xi-co, mé xi-co! Detesto los desfiles, las banderas gigantes y la propaganda del gobierno. También abomino los anuncios de tequila, porque muchos afirman que los mexicanos somos más alegres, más simpáticos, más amigueros. Y lo que somos, si nos atenemos a las noticias y las estadísticas, es más corruptos, más ignorantes y más crueles.
México es percibido en 2014 según datos de la ocde, como el país más corrupto de América Latina. Eso ya lo sabíamos. Lo que quizás ignorábamos y se añade a la lista de vergüenzas que cargamos, es que también ocupa el primer lugar en bullying, ese término que se usa ahora para nombrar la pinchurrienta y montonera actividad que en mi niñez se conocía como “agarrar de puerquito”.
Quizás montonera sea aquí la palabra clave. En el momento en el que el líder decide agarrar de puerquito al niño de junto, cuenta con un grupo que lo apoya. De niños que le temen o admiran su crueldad. Puede que de chicos no tuviéramos una capacidad empática muy desarrollada, pero lo que ya entendíamos era quién no se tocaba el corazón para golpear a otro. Unos nos apartábamos. Otros más se unieron a quien maltrataba. Alguno, el mejor, se opuso.
Esa oposición solía suscitar respeto, aunque a veces no sirvió de nada y el puerquito solitario se convirtió en el puerquito acompañado. Pero algo es algo y recuerdo a los solidarios aunque he olvidado el rostro de los abusivos.
En mayo, mes en el que Héctor Alejandro Méndez de doce años murió a causa de los golpes que le propinaron cuatro compañeros, también, cómo no, hubo linchamientos, dos activistas muertos, asesinatos y secuestros. La razón por la que agrupo todos estos hechos en una sola oración es porque creo que devienen de las mismas fuentes: la naturaleza violenta del ser humano por un lado, y por otro, la cobardía de una sociedad que se considera vejada, que se siente impotente y que pone la fuerza bruta en un pedestal. La nuestra.
Si colocamos las dos estadísticas una junto a la otra, quizás podamos comprender algo más de los problemas que aquejan a este país: si las personas comunes y corrientes vemos, todos los días, el espectáculo de una clase política todopoderosa, deshonesta, millonaria e hipócrita, no es de extrañar que nos enojemos. Que el lema del día sea: “Sálvese quien pueda.” Que, rabiosos al ver que nuestro trabajo apenas da mientras que otros que nada hacen o sólo hacen mal se enriquecen, pensemos en desquitarnos. Pero es en el desquite en el que todo se arruina. Nos convertimos en ellos, en la turba.
Según Platón, Sócrates se preguntaba si un hombre que poseyera cincuenta esclavos tendría la misma autoridad en Atenas que en el desierto. Se lo preguntaba porque el derecho sobre sus sirvientes lo otorgaba la polis, la sociedad ateniense. Un esclavo que levantara la mano al amo sería maniatado por los vecinos, castigado por las autoridades, denunciado por los otros esclavos. Pero, se preguntaba Sócrates, si el amo estuviera solito en el desierto con sus esclavos ¿le obedecerían?
Yo digo que no.
Supongo que reto de esta sociedad es, al menos, reprobar la violencia. No admirarla, ni considerarla un fenómeno inevitable.
Aquí no sabemos honrar la memoria, ni de las víctimas, ni de quienes se han opuesto a la muerte. Yo no sé, por ejemplo, por qué la ALDF se negó a poner a uno de los vagones de la línea 12 del Metro el nombre de Esteban Cervantes, el humilde soldador que, desarmado, se opuso al asesino de la estación Balderas en 2009. El señor Cervantes trató de desarmar al asesino cuando ya éste había matado a un policía. Su nombre en un vagón y una placa serían lo más digno y noble en la problemática línea 12.
¿Qué no ven los legisladores? El impulso altruista del señor Cervantes vale más como ejemplo que todas las campañas hipócritas y mal concebidas que la Asamblea propone.
De veras, qué falta de memoria.
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