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El personaje y la persona
Fascinante como pocas, la vida y obra de Melchor Ocampo había sido soslayada por el cine. Iba a escribirse aquí “inexplicablemente soslayada” pero, pensándolo bien, el ostracismo es explicable –que no justificable– precisamente por la riqueza inmensa del personaje cuya memoria ha quedado reducida, en términos populares, a la redacción de una tristemente célebre “epístola” que, hasta hace no mucho tiempo, los jueces del Registro Civil leían a las parejas que iban a desposarse.
En ámbitos algo más enterados de la historia mexicana, tampoco numerosos ni demasiado acuciosos, equívocamente se ha querido confinar la imagen de Ocampo a una especie de vendepatrias que, en 1859, en calidad de ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno de Juárez, firmó un tratado mediante el cual se autorizaba a Estados Unidos el paso franco por el Istmo de Tehuantepec y la posterior construcción de un canal interoceánico.
Pero Melchor Ocampo fue muchísimo más que eso. A pura vuelapluma anótese lo siguiente: a los diecinueve años ya se había graduado como abogado en la entonces Universidad de México; a los veintiséis viajó durante un par de años por Europa, de lo cual dejó un delicioso testimonio escrito; a los veintiocho representó al estado de Michoacán, en calidad de diputado, en el Congreso Constituyente de 1842; botánico de formación autodidacta, publicó varios trabajos sobre la materia; a los treinta y dos años fue nombrado gobernador interino de Michoacán, y poco más adelante fue elegido para seguir en el cargo, al que renunció en protesta por la entreguista firma de los Tratados de Guadalupe Hidalgo; antes, siendo gobernador, reabrió el Colegio de San Nicolás, antecedente de la actual Universidad Michoacana; a los treinta y cinco años fue senador de la República; al año siguiente, 1850, fue ministro de Hacienda por primera vez, en el gabinete de José Joaquín de Herrera; ese mismo año contendió y perdió buscando ser presidente; a sus treinta y siete volvió a la gubernatura michoacana, hasta que lo derrocó una asonada conservadora auspiciada por Antonio López de Santa Anna, quien lo desterró del país; en ese mismo 1853 coincidió con Benito Juárez, a la sazón igualmente exiliado, en Nueva Orleáns; cuando triunfó la Revolución de Ayutla, fue brevísimo ministro de Relaciones Exteriores en la presidencia de Juan Álvarez y, premonitoriamente, se malquistó con Ignacio Comonfort –de lo que dejó un estupendo texto titulado “Mis quince días de ministro”–; a los cuarenta y cuatro de edad presidió el Congreso Constituyente de 1856; con Juárez fue, sucesivamente, ministro de Relaciones Exteriores, encargado de despacho, secretario de Gobernación, de Fomento, de Guerra y Marina y de Hacienda; a su pluma se debe mucho de lo que puede leerse en la fundamental Ley de Desamortización de Bienes Eclesiásticos; a los cuarenta y cinco años cayó de la gracia del entonces todopoderoso Miguel Lerdo de Tejada y, quizá cansado de tanto luchar por un liberalismo que siempre tenía todo en contra, a principios de 1861 renunció al gabinete y se retiró a una hacienda que tenía en Pateo, Michoacán –donde, por cierto, algunos historiadores afirman que nació, aunque otros los contradicen y sostienen que es originario de Ciudad de México–, donde a finales de ese mismo año fue apresado por una guerrilla conservadora y fusilado, cuando contaba con escasos cuarenta y siete años de edad.
La carne y el hueso
Apretadísima biografía, la suprascrita, que Guita Schyfter y sus coguionistas estudiaron a fondo y supieron trasladar al filme histórico Huérfanos (2014). En el ámbito, aún escasamente poblado, de cintas que se hagan eco de la historia de México pero sin convertir a ésta en mero telón de fondo para narrar amoríos más o menos ir/reales, o bien para inventarse personajes totalmente ficticios a los que se les hace coexistir junto a los verdaderos, el sexto largometraje de Schyfter es uno de los más meritorios. Impecable en rubros como diseño de producción, vestuario, escenografía y demás exigencias insoslayables en particular para este subgénero fílmico, su principal valor radica en haber logrado eso que toda cinta histórica busca y pocas consiguen: humanizar a sus personajes, vale decir, reintegrarlos al imaginario como personas, quitándoles esa aura inanimada de estampas de papelería. Protagonizado, increíblemente bien, por Rafael Sánchez Navarro, y por Dolores Heredia –estupenda para no variar–, acompañados por un reparto más que solvente, Huérfanos llena lo que era un hueco más bien ominoso en nuestra cinematografía.
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