Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 8 de junio de 2014 Num: 1005

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La tetralogía de
Eraclio Zepeda

Marco Antonio Campos

El último hombre,
de Mary Shelley

Luis Chumacero

Lo bien hecho...
Ricardo Yáñez

Inconformidad
y escritura

Luis Rafael Sánchez

El eructo de
los ruiseñores

Mario Roberto Morales

Saul Steinberg: exilio
desde la Novena Avenida

Leandro Arellano

La vida de Gerardo Deniz
José María Espinasa

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Febronio Zatarain
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
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Hugo Gutiérrez Vega

Memoria de Al Mutanabbi (I DE II)

En estos días se está celebrando en varias universidades de los países árabes una serie de coloquios, conferencias y lecturas de quien debe considerarse el poeta nacional de la lengua árabe, Al Mutanabbi. Hace muchos años estudié su obra en Londres y escribí un homenaje que reúne el pensamiento filosófico con la luminosidad lírica. Según afirma Fitzgerald, su Diván (así se le llama a la obra poética reunida), presenta dificultades derivadas de los arcaísmos que utiliza y de las palabras nuevas que inventa, cuando el tesoro tradicional de la lengua no le entrega lo que necesita. Clásico e innovador, ha sido convertido en un maestro de vida y algunos fragmentos de sus obras han pasado al terreno de la pedagogía y al mundo de las reflexiones sobre la vida humana.

En su homenaje publico estos dos poemas:

Poema para el Diván de Al Mutanabbi

para Carlos Monsiváis

Acusado de profeta a pesar de que siempre dijiste que sólo
podías cantar lo presente.
Recibiste los dones de Hamdanind Sayf al-Daula
y más tarde recorriste a pie y con los ojos cubiertos de
arena el camino de Egipto.
Fueron pequeños los grandes deseos en la época
de tu grandeza
y grandes los deseos pequeños en el último tramo
de tu desolación.
Quedó enterrado tu corazón joven en el camino de Shiraz.
Para encomiar tus cantos aúlla en la noche el chacal de
los deseos pequeños.
Sumergido tu corazón joven en el río de las sombras.

Samarcanda

1

La ciudad azul y blanca
bajo la luna de los mongoles.
Aquí no se mira la luna.
El palacio del emperador inmortal
aparece en la claridad de la tarde.

Estamos parados cerca de las tumbas;
comemos higos con una especie de ansiedad.
Samarcanda tiene un jardín por inventar.
–Ginsberg vio un jardín semejante
entre las piedras negras de México–.
Se puede inventar un poema del tamaño del jardín,
comer dátiles y echar los huesecillos
en la tumba del emperador que va a vivir siempre.
Las tumbas no están frías.
En una de ellas cabe la cópula
de un joven y una mujer madura
–pelo blanco y grupa de galera fenicia–.
Fuera del palacio los uzbekos venden
semillas de girasol, panalitos, higos.
Desde aquí se levantan el grito de los buitres
     del profeta y la torre de Bujara.

Igual que en México,
en China y el Perú,
aquí las voces humanas son huecas
como los caracoles donde el mar se finge mar
en las playas de Cozumel.

2

Uluj-Beg para ver las estrellas
abrió un profundo camino
al centro de la tierra.

3

El muecín me dijo en su cansancio:
escribirá un poema sobre nuestra ciudad;
dirá que nos conoce al darse cuenta
de que nunca estuvo entre nosotros.
Como respuesta abrí la boca
y devoré un racimo de uvas amarillas.
En la noche soñé que ni el muecín ni yo
podíamos inventar plegarias nuevas.

4

A las cinco de la mañana
caminé por el corredor del templo Scha-sinda.
La luna estaba en Dushambé.
Soñé bajo un pedazo de cielo abierto.
La estrella bajó la vista.
Me recorrió el calosfrío claro.

5

Hablar de la ciudad-camino.
¿Quién me dice que estuve?

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