Samarcanda
1
La ciudad azul y blanca
bajo la luna de los mongoles.
Aquí no se mira la luna.
El palacio del emperador inmortal
aparece en la claridad de la tarde.
Estamos parados cerca de las tumbas;
comemos higos con una especie de ansiedad.
Samarcanda tiene un jardín por inventar.
–Ginsberg vio un jardín semejante
entre las piedras negras de México–.
Se puede inventar un poema del tamaño del jardín,
comer dátiles y echar los huesecillos
en la tumba del emperador que va a vivir siempre.
Las tumbas no están frías.
En una de ellas cabe la cópula
de un joven y una mujer madura
–pelo blanco y grupa de galera fenicia–.
Fuera del palacio los uzbekos venden
semillas de girasol, panalitos, higos.
Desde aquí se levantan el grito de los buitres
del profeta y la torre de Bujara.
Igual que en México,
en China y el Perú,
aquí las voces humanas son huecas
como los caracoles donde el mar se finge mar
en las playas de Cozumel.
2
Uluj-Beg para ver las estrellas
abrió un profundo camino
al centro de la tierra.
3
El muecín me dijo en su cansancio:
escribirá un poema sobre nuestra ciudad;
dirá que nos conoce al darse cuenta
de que nunca estuvo entre nosotros.
Como respuesta abrí la boca
y devoré un racimo de uvas amarillas.
En la noche soñé que ni el muecín ni yo
podíamos inventar plegarias nuevas.
4
A las cinco de la mañana
caminé por el corredor del templo Scha-sinda.
La luna estaba en Dushambé.
Soñé bajo un pedazo de cielo abierto.
La estrella bajó la vista.
Me recorrió el calosfrío claro.
5
Hablar de la ciudad-camino.
¿Quién me dice que estuve? |