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Así la vida
Un día cualquiera, en su sólida apariencia sin relieves, apenas señalado por un nombre en la semana y aturdido en sus rutinas de trabajo y esperanza cuando alcanza; un día que quizás se alargue un poco en la mañana y otro poco en un crepúsculo olvidado, pero nada más ni nada menos, atado al flujo impensado de las horas, tramado con las fuerzas que levantan y extienden la ciudad sobre el lomo del planeta. Un día que fácilmente se extravía en las edades, simple y resignado al curso de una y tantas otras vidas talladas en la piedra porosa de la muerte, que sólo sacia la sed y el hambre todavía y traza minucioso en el rostro sus señales –sin duda la mueca íntima del llanto, los dientes rotos de la rabia contenida, a veces las arrugas del amor cumplido o de la risa franca y llena, o el viejo dolor de una rodilla al dar un paso, ir, venir, o bajar o levantar y sostener la música del cuerpo en la inocencia del espacio. Y sin embargo, también y acaso siempre un día que se abre en las orillas y revela sus costuras delicadas con el tiempo quebradizo de los huesos. Por debajo de sus bordes más quietos y seguros, imbricado en las luces regulares de lo útil e inmediato que lo impulsan y someten, algo asoma y convoca al tacto del viento en el oído, al calor que en las manos prospera una caricia, al sosiego que augura en el alma una mirada de consuelo, de presencia y compañía en la clara soledad del mundo. Algo suyo se rezaga en la garganta con el paso del aliento y deja un sabor que alerta otra conciencia en el dorso de la lengua, una promesa que ahí mismo se empeña y se realiza, o un aroma inesperado que entorna los ojos y altera las distancias en la mente para entonces ya segura de que todo está a su alcance o en esa plena lejanía que desata caminos y nostalgias. Ahí, en ese mínimo reflejo de las cosas, en la sombra tibia que destellan, cada día de su vida el poeta detiene la mirada y a esa boca acerca su palabra, su temblor y sus certezas vulnerables, lo poco que pide en la ruidosa ficción de la abundancia, lo mucho que intuye y atesora de lo poco verdadero que encandila su silencio. El día se sale entonces del orden que lo ciñe, de la precisa confusión de las tareas que atosigan y embotan sus sentidos y lo arrumban en un tiempo sin memoria. Ya no tiene prisa el dolor y nos concentra, tampoco la alegría que así nos multiplica, y el placer humilde no termina sus rigores y su gracia. Las cosas ignoradas por inercia y las rotas y romas por el uso y el abuso de pronto vuelven nuevas a sí mismas y nos piensan, vuelven a ser la prueba llana y poderosa de la vida como es en realidad y continúa: “No hay nada alrededor,/ nada es distinguible bajo el techo de sombra que nos acerca.// Las piedras no son piedras,/ no es un árbol el árbol, no está el camino entre las dunas.// Sólo la noche inmensa./ Adelanto mi mano:/ tu rostro me dice que la piedra es una piedra,// un árbol es el árbol,/ que el camino lleva a otro camino/ y que estamos solos/ en el súbito corazón de la mañana” (Rahil del camino de Nedj, fragmento 3, Hugo Gutiérrez Vega.)
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