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La vida de Gerardo Deniz
José María Espinasa
Mil olvidos y dos recuerdos
me bastan para armarla
G.D.
Fui reacio al uso de los diccionarios en mi adolescencia y primeros años de juventud. No los consultaba por una razón que de tan obvia me parecía suficiente: para qué hacerlo si yo entendía la palabra y la frase (así la entendiera mal, pues en ese momento entender no llevaba calificativo alguno). Incluso después llegué a argumentar que el entendimiento de su uso, fuera oral o escrito, perdía capacidad expresiva al contaminarse de definiciones. Me parecía que el lenguaje, en especial su léxico, había que reinventarlo a cada momento. Tardé unos años en darme cuenta de que esa era la fuente de mucha verborrea y que los lexicones ofrecían un tesoro de lectura. Eso no quiere decir que me aficionara a consultar diccionarios. Lo hago poco y casi siempre para consultar dudas ortográficas, no tanto para precisar significados. Que las palabras cifran una historia de sí mismas es algo evidente, lo es menos que esa condición de cifra se vuelva algo fascinantemente literario.
Así que me aficioné a leer diccionarios, no a consultarlos. Es decir, a leerlos como se lee una novela. Y para eso fue muy importante la lectura de la poesía de Gerardo Deniz. No porque al leerla se requiera información sobre las palabras que usa –yo al menos recomiendo no hacerlo, pues se tendría que estar interrumpiendo la lectura una y otra vez, y su condición de cifra no es la del diccionario sin la del que ha vivido con y para las palabras. Los textos de este autor son, si se los mira bien, poesía cotidiana, de la existencia. Lo que es bastante raro es esa existencia, la de un autor anómalo, mejor dicho: la de una persona, que no busca las generalizaciones. Pongamos un ejemplo alevoso, los Poemas de la oficina, de Mario Benedetti. Ya sabemos que esos poemas que buscan ser de todos terminan por ser literalmente de nadie, son como la estadística, puras abstracciones. Mientras que las abstracciones de Deniz suelen ser muy concretas.
Recuerdo, por ejemplo, cuando evocaba el poeta las varias veces que fue al cine a ver Fantasía, de Walt Disney para escuchar la música de Stravinsky. El acto físico de ver un filme no coincidía con el hecho sensorial de oír la música. Hay que recordar, además, que Disney se tomó todas las libertades que quiso con la música del compositor ruso. Y ésta sobrevivió, o sobrevivía el oído de Deniz. No creo que necesite explicar que ese desfase es justamente lo que llamamos condición sentimental de la vida. Así, si el diccionario es un género literario, entonces hay también subgéneros y estilos. Estarán de acuerdo en que no es lo mismo leer el María Moliner que el Larousse, ni un diccionario de mexicanismos que un diccionario de la lengua ozeta. Aunque, hay que decirlo, hay lectores para todo.
Por ejemplo, en una época en que mi mujer manejaba una librería le llevaron un diccionario árabe-español y se lo presentaron como un esfuerzo filológico muy grande de un aficionado al idioma de Alá, cuya edición el propio autor había financiado. Muchos diccionarios, le dije yo, son fruto de un trabajo desinteresado y lejano de la academia, pensando en lo hecho por María Moliner, pero –agregué– lo que veo como gran problema es que no tenga la parte de español-árabe. Y dictaminé contundente: No se va vender ni uno. Como a ella el asunto le cayó en gracia, tomó algunos ejemplares a consignación y ante mi sorpresa, si no resultó un bestseller, los veinte ejemplares que recibió se vendieron en un par de meses. Y yo compré uno que veía una y otra vez como un libro de imágenes, pues mi conocimiento sobre la escritura arábiga es menos que nulo.
Tal vez exagero si digo que a la poesía de Deniz la leo como a ese diccionario árabe-español, pero la exageración indica una manera de leerla distinta, no por lo que dice o deja de decir, sino por la forma en que lo dice. Y esa manera de leer es la más emotiva y sentimental posible, no es para nada formalista. Aquí podría abrirse una larga descripción de mi lectura de Adrede, el primer libro de Deniz, que me llegué a saber de memoria antes de que pudiera decir que lo entendía, por una razón típicamente freudiana: me lo había regalado mi padre cuando, a los catorce o quince años, le dije que quería ser poeta, tal vez con la idea de curarme de tal intención. En una cultura como la mexicana, marcada a fuego blanco por la ausencia de padre, lo que esa ausencia dice es para el huérfano ley divina. Y si eso era la poesía yo escribiría así. Pronto descubrí que era más fácil hacer sonetos a lo divino perfectamente rimados. Pero no me iré por los vericuetos biográficos,y vuelvo a los diccionarios.
Gracias a Deniz empecé a leer diccionarios, si no con sumo provecho si con enorme pasión, similar a la que me había poseído con las novelas policíacas. Y las conversaciones con amigos eran de la misma índole. “¿Ya leíste el diccionario de Seco? “Sí, es una mierda. En cambio acabo de terminar uno de términos de ingeniería naval que es una maravilla.” Pensarán que me fui quedando sin amigos. Pues no, la tertulia se hizo más nutrida y las discusiones empecinadas. Un día que le di a leer a un asiduo comensal un ensayo sobre la idea del tiempo en Joyce y en el diccionario de autoridades mi amigo me dejó de hablar varios meses, pero no dejó de asistir a las reuniones en una cantina del Centro.
Ahora, recientemente, llega a mis manos un ejemplar, el número 156, de la revista Crítica, de la Universidad Autónoma de Puebla, una de las mejores revistas literarias de México. Y allí un garbanzo de a libra de Gerardo Deniz, “Patria”, poema extraordinario, más extraordinario aún cuando, a la tremenda intransigencia del poeta contra cualquier regusto a cursilería poética, suma una transparencia absoluta. Están todos los rasgos de su estilo: juegos de palabras e ironía, referencias personales y paródicas de sí mismo y, desde luego, de otros. Episodios biográficos vistos con increíble crueldad pero sin perder ternura. Y, además, transparente, comprensible como una rima becqueriana. Pero no sería suficiente para traerlo a colaboración en estas líneas si no fuera porque además es un poema no sólo alegre sino feliz.
Los versos finales dicen. “Escribí por ahí que mi infancia no fue feliz, pero sí interesante./ Ahora entiendo que así fue toda mi vida.” Y sin embargo, qué mayor felicidad que el interés cuando nada tiene que ver con Milton Friedman.
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