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La venda de los ojos
Isabel (el nombre es ficticio) se casó con un hombre algo mayor. Él era español y se enamoró de ella y de su tierra bravía y exótica. Tuvieron un hijo. Ambos tenían dinero ahorrado, no mucho, pero suficiente para echar a andar todavía un proyecto de vida. Tomaron un mapa de México y escogieron el sureño estado de Veracruz y la que entonces era todavía una ciudad tranquila, Xalapa, con ese algo de pueblo grandote con su centro intrincado y rincones bucólicos, buen clima y precios razonables en el costo de la vida. Compraron una casa y pusieron un pequeño negocio de café y helados en el primer centro comercial que se edificó en la ciudad. La vida fue buena, sin excesos de riqueza pero sin altibajos que cortaran la respiración.
Él fue coleccionando achaques y la pequeña familia tuvo que hacer ajustes en las rutinas. El hijo no era particularmente brillante pero era buen muchacho. Ayudaba a sus padres, sobre todo cuando el cáncer llegó a complicar las cosas. Luego algo se torció. El muchacho, ya de veintitantos, empezó a frecuentar a un par de tipos torvos. Una madre siempre sabe cuando las cosas no van bien, e Isabel supo. Su marido murió, y en esa coyuntura su mundo se vino abajo. Un día un hombre se presentó en la cafetería y sin preámbulos, con algo parecido a fría cortesía en alguien acostumbrado a cuadricular vidas ajenas, explicó que había que pagar una cuota por el hecho simple de tener un negocio propio. Una cuota “a la compañía”, eufemismo ridículo para decir extorsión. Isabel, aterrada pero sin perder la compostura, pagó. Siguió pagando. Su hijo salía cada vez más con gente que ella miraba, ahora más que nunca, con desconfianza. Y un día no volvió a casa. Ni una nota, ni una llamada telefónica. La simple, silenciosa, transparente nada. Su departamento, al que fue a buscarle después de una semana de llamar infructuosamente por teléfono, estaba aparentemente intacto. Buscó a los amigos. Supo que aquellos dos de los que ella desconfiaba lo habían invitado a “recoger un encargo” y nadie los había vuelto a ver. Isabel sabía que su hijo no podría estar involucrado en algo ilegal pero lucrativo porque seguía trabajando con ella en el negocio familiar. No tenía lujos, no derrochaba dinero, no tenía camioneta nueva, ni viajaba, ni consumía más que un ocasional cigarro de marihuana que nunca fue algo que ocultara a su madre. Era un muchacho que trabajaba, iba y venía a casa. Hasta ese día en que no volvió más. Hace dos años. Como miles de madres en México, Isabel incorporó las oficinas de la policía a sus diarios periplos, el incordio de los funcionarios, su malicia evidente en la sorna con que respondían, cuando se dignaban a hacerlo, a sus preguntas cargadas de angustia. Un día alguien le llamó por teléfono, un hombre, que dijo que “ya no lo buscara”. Que dejara el asunto en paz. Que su hijo no iba a aparecer. Que a lo mejor le pasaba algo a ella. Luego tres tipos la asaltaron cuando llegaba a su casa. La mantuvieron cautiva en su propio baño, la golpearon, le robaron todo, hasta su camioneta. La dejaron amarrada y amordazada por horas. No la violaron quizá por su edad. O quizá lo hicieron y ella lo ha ocultado, sepultándolo muy al fondo de su miedo y su rencor.
Todo ello sigue impune. Isabel se niega a aceptar que su hijo esté muerto, pero se ha resignado a no volverlo a ver. Es ahora una mujer profundamente triste. No sonríe. Toda su vida ha sido aficionada al futbol. El marido era hincha del Atlético de Madrid. Ella le iba al Barcelona y a las Chivas. En su negocio siempre se puede ver futbol. En los mundiales siempre había tertulia. Ahora habrá algunos clientes entusiastas. Ella se sentará a ratos, pero sospecho que mirará a otro lado.
En silencio maldice todo lo que la rodea, todo lo que le recuerda el idílico presente que se le fue arrebatado, la soledad y el miedo, el maldito miedo con el que tuvo que aprender a sobrevivir en calles que aparentan inocencia y esconden el acecho de bestias crueles, de sicópatas que disimulan en la multitud o en uniforme.
Y a ella, que tanto los disfrutaba, que aventuraba resultados y quinielas, que vitoreaba pases, goles y gambetas, sólo le quedarán los alaridos de los comentaristas y el ruido blanco de la multitud en los estadios como estática, un como zumbido de cigarras que ha dejado de escuchar mientras imagina, eternamente distraída, al marido muerto y al hijo desvanecido, no hace mucho sentados allí, junto a ella, viendo un partido de la selección nacional.
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