Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 2 de marzo de 2014 Num: 991

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El espíritu de
Arturo Souto

Yolanda Rinaldi

Querido Adán
Fabrizio Andreella

Ricardo Garibay:
la fiera inteligencia

Alejandra Atala

Huerta, el humorista
Ricardo Guzmán Wolffer

Una antología personal
Marco Antonio Campos

La presencia poética
de Efraín Huerta

Juan Domingo Argüelles

Canto al petróleo
mexicano

Efraín Huerta

Kubrick: la brillante oscuridad del erotismo
J. C. Rosales, N. Pando, R. Romero,
S. Sánchez, E. Varo

Sinopsis de un verano
Tasos Denegris

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

De anonimatos y protagonismos

Me estoy convirtiendo en una pésima interlocutora. No sé qué decir cuando me preguntan si vi el Facebook; si leí el tweet tal o cual; si “sigo” a Fulano o si le “pedí amistad” a Zutano. Nunca he “subido” una foto, ni he visto un Instagram. Jamás me he tomado una selfie. No tengo teléfono inteligente. El correo electrónico me parece un adelanto maravilloso y la Wikipedia un milagro. El acceso a la información es un prodigio. En cambio, las redes sociales me importan un pepino. La suerte de asamblea democrática que imaginé cuando aparecieron, se ha convertido en una especie de tumulto en el que muchos se empujan e insultan para tomar el micrófono.

Yo, como el chinito:  “nomás milando”.  Y aunque miro con distancia, percibo ciertas cosas que me parecen horrendas: entre ellas, la decisión colectiva de dejar atrás la vida privada, el decoro, la ortografía y la autocrítica. Recuerdo un párrafo leído hace años, antes del advenimiento del selfie. En él, la protagonista a la que encerraban en un psiquiátrico, se lamentaba porque ya no podría cerrar la puerta del baño mientras evacuaba y en resumen, porque ya no podría existir sin supervisión. En las prisiones de alta seguridad la vida del preso es escudriñada las 24 horas. ¿No sufriríamos si tuviéramos la obligación de manifestar por escrito qué desayunamos, qué leímos, qué pensamos y a qué horas nos besuqueamos con el objeto de nuestros deseos? Entonces, ¿qué apetito satisfacemos al hacerlo de motu proprio? Tal vez el del ego, ese devorador.

Pronto, las acusaciones que se le imputan a Edward Snowden, por ejemplo, perderán parte de su impacto. Sospecho que lo que concierne al sagrado dinero y los negocios legales e ilegales seguirá siendo secreto; lo personal, no.

Siempre me ha parecido irónico que el villano de la novela de Orwell, 1984, ese magistral y acerbo comentario a los poderes coercitivos del Estado, haya terminado en un programa esperpéntico en el que un grupo de personas sin discurso hacía por lloriquear y decir tonteras ante las cámaras. En cada reality que he visto al pasar he creído registrar los mismos gestos: una búsqueda del llanto, de la expresión más cruda del sentimiento, el desafortunado exhibicionismo de personas que pretenden actuar, que intentan conmover sin saber nada de entrenamiento actoral.

¿Por qué este desprenderse de la privacía, un logro cultural alcanzado después de laboriosos siglos?

A lo largo de la Historia, a la humanidad no le quedaba de otra: debía nacer, dormir, comer, vaciar los intestinos, copular, dar a luz y morir en compañía. Sólo los muy ricos tenían espacios privados y escogían con quién y cómo pasar sus vidas. Pero aun en esos tiempos de amontonamiento inescapable, la gente se las arreglaba para encontrar reductos de intimidad. Desechar eso por gusto me parece algo rarísimo.

La pesadilla de escuchar lo que la gente piensa de nosotros, aquello que los modales y la caridad silenciaban, se está convirtiendo en realidad. Yo no quiero saber qué piensa el de junto acerca del largo de mi nariz, ni quiero decirle a él lo que opino de su corte de pelo. ¿Con qué derecho? ¿Por qué ahora todos somos críticos literarios, de cine, deportivos? Eso sí, se lanza la piedra y se esconde la mano gracias al anonimato que proporciona el pseudónimo.

Ahora, la búsqueda es estar conectado a una bola de desconocidos y manifestarnos sin ortografía ni sensatez, haciendo gala, además, de una crueldad que nos costaría no poco si la ejerciéramos en persona. Cualquier burro con pseudónimo puede insultar, degradar, burlarse y calumniar, sin saber nada del asunto. Todos tienen opiniones.

El lenguaje usado en estos menesteres revela un deterioro de las ideas. “Pedir amistad” antes de las redes sociales era un acto para el cual se requería valor. Valor porque al buscar la amistad de alguien uno quedaba expuesto al rechazo. La amistad no es intercambiar tweets: la amistad, con la pena, es muy otra cosa que el ir y venir de opiniones y críticas. Es estar junto a otro ser humano por elección, conocerlo y dejarse conocer; es establecer una serie de pactos y lealtades, una alianza que no depende de un aparato electrónico para mantenerse.

“Seguir”, igual. Debería decirse “lectores” o una palabra parecida, porque seguir a alguien significa que se le admira. Y como dice el refrán, hay que tener sensatez, “porque el que no conoce a Dios, a cualquier burro se le hinca”.