En un crisol de muerte, sepultada,
prisionera marea,
insomnio de la tierra, acumulada,
gigantesca tarea
de los siglos sin fin.
La desgarrada,
la dulce tierra nuestra
siente cómo gotea
la magistral palpitación siniestra,
la venenosa llama azul,
el poder y la sangre,
la ígnea sangre doliente
de la guerra y el crimen.
No es la plata ni el oro detonante,
sencillos minerales,
no es la leche llameante
de las robustas plantas tropicales,
ni el río poderoso
ni la esbelta cascada
productora de fluido misterioso.
Ni tuvo calidades de moneda
como el cobrizo grano de cacao
en manos de las tribus primitivas.
Es algo más que eso:
es mucho más que todo.
Son extendidas venas abismales,
redes de piedra ardida,
suave manto geológico
cuyas maduras llamas colosales
se alzan en encendida
figuración de monstruo mitológico,
inmensa bestia herida
por finos instrumentos espectrales.
Nunca el hombre lo viera,
jamás la llama azul nos alumbrara.
Más al indio valiera
quemada sementera
que la ruin ambición; no se compara
el noble campo abierto
con la entraña brutal
por donde bulle incierto
el negro y codiciado mineral.
Y aquella maldición vista en el mundo:
trigales devastados
y hombres asesinados,
es tan sólo un destello del profundo,
del espantoso crimen cometido.
Los antiguos imperios habían sido
un sueño doloroso,
pero sueño,
cuando llegó el petróleo, el escondido
mineral prodigioso,
volvió a nacer el llanto:
y sobre nuestra tierra, en los playones
del viejo Golfo, un canto
de esclavitud se alzó.
Aves de presa con el pico ardiendo
cayeron sobre el suelo
de un México humillado
por la Guerra Civil, y en ese vuelo
venía todo rumor de un desgarrado
sollozar de tragedia.
Largos años de lenta pesadumbre
siguieron al asalto:
el petróleo corría, la gran riqueza
fabricábase en vano, pues el indio,
de libertades falto,
sólo tenía su pan:
escaso pan de odio y de tristeza.
Años y años pasaron,
el petróleo corría... Sus viejas venas
estallaban en fuego,
el gas iluminaba las serenas
e inquietas selvas.
Años y años pasaron...
Bajo un lóbrego cielo
se efectuaba el pillaje:
cualquiera podía ver cómo crecía
una mancha de sangre en el paisaje.
Pero un buen día, un gran día,
un día que es la bondad del patriotismo,
un día joven como éste, luminoso,
un día genial de gloria,
se oyó un sordo rumor de cataclismo,
de inminente victoria
y jubiloso
resurgir del abismo.
Un alto día como éste
una mano certera señaló
la verdadera ruta de la Patria:
con orgullo que dio
una impresión de fuego sobrehumano,
el michoacano ilustre incorporó
el oro negro al seno mexicano.
En su crisol de muerte, sepultada,
prisionera marea,
la mineral riqueza recobrada
se enciende como tea
iluminando el colosal paisaje.
México es como un árbol
de angustioso follaje:
pero es un árbol libre,
dueño de su destino.
Por eso cuando clama,
cuando la Patria grita toda entera:
“Este es nuestro petróleo”,
la venenosa llama
se funde como cera.
Porque ha llegado el día
y ha llegado la hora
de la grave oración:
el 18 de marzo es como una
campana de sonora
y vibrante llamada al corazón.
Marzo de 1942 |