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Ricardo Garibay:
la fiera inteligencia*
Alejandra Atala
Foto: Archivo |
I
La vida de Garibay fue de muchos modos ilustre, sobre todo en la alegoría que hizo de la grandiosa metáfora de Dante, en su Divina Comedia.
Garibay, guiado por su Beatriz, la literatura, subía y descendía trémulas pendientes espirales: del cielo al infierno y del infierno al cielo.
Aquello de naturaleza oscura de Garibay, untada sombra de los más bajos círculos dantescos, urgía por salir ayudado por la llama iridiscente de la lengua que, cual fiel amante, le acompañaba a todo lugar. Gracias a esta luz, Garibay consiguió la gloria con su magistral pluma en la trabazón de las palabras escritas, tanto como en la voz altísona, en donde aquellas voces se percibían claramente, en el batir de sus hermosas alas.
Ya intuido habitante de esa gloria, Garibay, al principio calladamente y al final a grandes voces, pedía con hincado anhelo el amor. El amor que de su padre no obtuvo y, que de su madre, fue ósculo frío frente a los celos que el padre sentía constantemente hacia él. Fue el espíritu sensible, de narrador que surge entre narradores, el que lo llevó a buscar esa cálida emoción tan asolada por su historia. Historia por eso de dolor, historia pletórica de frustraciones provocadas por los miedos traídos al cuidado de heridas pustulosas, que fueron modelando al monstruo temerario.
Los monstruos por su deformidad tienden a asustarnos pero ¿alguna vez nos hemos preguntado quién está detrás o en el fondo de esa masa informe? Seguramente alguien más asustado, alguien más lastimado que nosotros, quien desde ese escondite consigue salir al mundo de tantos modos rugoso.
Por eso la relación de Garibay con “aquélla”, de la que fui atormentada confidente, me asustaba. No tenía que ir más allá del continente de la persona de Garibay e imaginar. Allí estaba el monstruo frente a mí, engullido por la oscuridad.
El monstruo se defendía de la inteligencia, de la sabiduría… de las palabras hermosas, y se transformaba en un ser polimorfo y amorfo al mismo tiempo, ser que echaba mano de la necedad, la grosería y la infamia…
El horror de ver a ese ser protervo tan de cerca, me obligó a separarme de aquel quien, antes de ser monstruo, fue ángel.
Entonces hui a las soledades de mi estudio que me esperaba hacía tiempo, sin el mentor que comenzaba a manipular mis afanes y quien, ciertamente, comenzaba a excluirme de mi propio ser, de mi individualidad y con todo eso, ¡de mi deseo!…
II
“Era Jueves Santo. Garibay andaba pausadamente a mi lado. Su apoyo era mi brazo derecho. La cena aún continuaba, sólo que el dolor impedía que Garibay siguiera sentado. Los invitados se despidieron de él y yo me levanté solícita para ayudarlo, llevándolo hasta su habitación.
–Ay, ayyyy –a pesar del trismo, Garibay caminaba cadenciosamente.
Como nocturnas filigranas silvestres, trayendo a la memoria el huerto de los olivos, los tabachines eran religioso cobijo a nuestros pasos.
–Ya me jodí, Alejandra, ya me jodí… –silencio. El trismo provocado por el dolor.
–¿Por qué? Calma, calma ‒caminaba a pasos breves, esperándolo. Mi brazo seguía siendo sostén de su persona, preso entre las garras de sus dedos.
–No, Alejandra, ya me jodí… tengo el cáncer en la espina.
–¿Cómo? –dije con incredulidad, a pesar de que tenía a un lado la sufriente evidencia de ese diagnóstico.
–Sí, hoy me dieron los resultados –suspiro que se sofoca en la trabazón de los maxilares–, nadie lo sabe y, no lo digas… ya me jodí –Garibay murmuró estas últimas palabras para sí.
–¿Los resultados que esperabas? –dije sintiendo una excesiva presión entre mis muelas. ¿Son éstos los resultados? –insistí en una voz que se dejaba oír tranquila a pesar de la desesperación.
–Sí. Los médicos dicen que con radiaciones se puede controlar, ¡ay, ay, ay, ay! –los dedos de Garibay se incrustaban con más fuerza en mi antebrazo, algo tronó dentro de mi boca–, pero yo no estoy dispuesto a quedarme sin pelo.
Reí. Reí de veras comprobando una vez más, que el dolor no hacía menguar en nada la vanidad de Garibay. Además, por momentos vislumbré su imagen con la cabeza glabra.
–¡Me niego, lo oíste, me niego! –siguió enfático Garibay, asentando en sus palabras esa rebeldía que llegó a solazar tanto mi preocupación.
–Ya veremos, ya veremos ‒dije con afectación–, ya existen medicamentos que podrán contrarrestar la caída del cabello.
–A ver, a ver –musitó Garibay vuelto el rostro al cielo, rostro modulado de luna y de dolor suplicante.
Recé.
Volviendo a la arcada. Antes de entrar enjugué mis lágrimas, y extraje de mi boca dos trocitos de la muela que había estallado momentos antes.
Después de esa noche, Garibay no volvió a caminar.
Sí, cómo lo quise, sí, un padre literario, un hombre volcánico y temerario que se derrumbó frente a mí. Un ser humano asaz apasionado y obsesivo. Un místico. Un cabrón. Un santo entre tantas flagelaciones y torturas de culpas y paranoias constantes… Un amigo. Un interlocutor.
* Fragmentos del libro Señor mío y Dios mío. Ricardo Garibay: la fiera inteligencia,
Océano, México, 2003
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