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Marco Antonio Campos
La presencia poética
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Efraín Huerta |
Una antología personal*
Marco Antonio Campos
La Editorial Era publicó hace unas semanas la antología personal de Efraín Huerta, que tituló con su característica chispa, Transa poética. De lo más agradable de Efraín es, sin duda, su humor, y sobre éste, más que nada, el humor hacia sí mismo. Desde el prólogo, Efraín dice que le “complace de manera formal ser un desordenado y un antipoético por excelencia” y que anhela ser recordado “como un autor de una decena de libros que estuvieron a punto de ser buenos”. Sin embargo, vamos a tratar de desligar sus afrentas y desfiguraciones personales y ocuparnos un mínimo de su poesía.
En un principio, creo, encontramos en la poesía de Huerta tres formas de escritura, que podríamos colocar arbitraria y rebatiblemente en tres etapas, y que aun cada una nos ¿impone? una actitud más o menos distinta de lectura. Digo esto en general, pues a veces se llegan a compenetrar estas formas de escritura. La primera sería la de la poesía ríspida, irritante, cargada de prosaísmos, donde hablan más el resentimiento y el odio, y donde aun allí no alcanza Huerta a evitar la ternura ni a perder la mano noble. En estos poemas, Huerta está provocando a menudo al lector, al grado de obligarlo a leer con cierta tensión áspera y, ocasionalmente, con rechazo. De los mejores poemas de esa época están “La rosa primitiva”, que tiene espejos y ecos de las Residencias y de un poema de Villaurrutia (“Nocturno rosa”), “La muchacha ebria”, y dos no incluidos: “Declaración de odio” y “Los hombres del alba” (“Son los que tienen en vez de corazón / un perro enloquecido”). Confieso que “La muchacha ebria” es un poema que tardé muchos años en apreciar, y que aun ahora hay líneas que me desgarran profundamente, pero acaso, como con la “Oración de Marylin Monroe”, de Cardenal, se puede prescindir de esas líneas que nos irritan o rechazamos, e imponerse en conjunto como un excelente poema. Además, creo, es uno de los más claros antecedentes de los mejores ―de los más impresionantes– poemas de Huerta, que formarían esa segunda manera de su escritura de la que hablaba. Dentro de versos que nos laceran:
Si no la noche de la muchacha ebria
cuyos gritos de rabia y melancolía
me hirieron como el llanto purísimo,
como las náuseas y el rencor,
como el abandono y la voz de las mendigas.
vienen otros deficientes, donde habla de hombres desnudos “con sólo negra barba y feas manos de miel”, de una “santa noche”, del “corazón derretido” de la muchacha. Pero después vuelve a golpearnos cuando recuerda, desgarrado –enumera rasgos– a la muchacha que se le ha entregado:
…sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos,
sus torpes arrebatos de ternura,
su boca que sabía a taza mordida por dientes
de borrachos,
su pecho suave como una mejilla con fiebre,
y sus brazos y piernas con tatuajes,
y su naciente tuberculosis,
y su dormido sexo de orquídea martirizada.
Desde el principio una de las actitudes de Huerta frente a la poesía fue su ausencia de temores a usar diminutivos, imágenes duras y difíciles, a no escribir ocasionalmente en eso que se llama “un correcto español”, a llegar a excesos anecdóticos o coloquiales, a echar albures, a pitorrearse de la cultura y a reírse de los escritores y de todo lo que a santo y seña se ha considerado santo o icónico. Fue una actitud fogosa, firme; actitud que podría llamársele, si se me permite, de desmadre responsable y cuyo poema más representativo sería quizá “Barbas para desatar la lujuria”, poema de escritura vertiginosa –que me recuerda por esto, y por sus juegos de sonidos y rupturas verbales, a poemas de Marinetti– y donde Efraín invade el poema de bromas a (con) los amigos, de golpes por debajo del agua, de recuerdos, de mujeres, de hechos políticos y hasta de políticos mismos de aquellos días de 1962.
La segunda etapa sería la de los poemas de amplia respiración que forman la mayoría de la sección de “Responsos”, escritos por los sesenta, y en los que estimablemente no lo vence ni el hálito ni el ritmo mismo del versículo. Allí están algunos de los mejores poemas de Huerta, y en particular el resistente e irresistible “Responso por un poeta descuartizado”, a la memoria de Rubén Darío. Desde el primer verso, la fuerza arrolladora, el tono desdeñoso y enfático, las eficaces enumeraciones, se imponen, nos imponen y envuelven en una suerte de vértigo que no desfallece nunca. De esta misma sección está el que es quizá su poema más triste –si no más dramático–, “Borrador para un testamento”, en el que ordena una serie de recuerdos, probablemente de fines de los treintas, cuando tenía “más de veinte años y menos de cien”, y los compañeros se dividían en “vivos y suicidas” y bebían “el amor en negras tazas de ceniza”:
Éramos como estrellas iracundas
llenos de libros, manifiestos, amores desolados,
desoladamente tristes a la orilla del mundo,
víctimas victoriosas de un
severo y dulce látigo de aura crepuscular.
Es el recuerdo de reuniones, de mujeres, de amigos muertos, cuando la juventud parecía “algo dulcemente ruin”.
La tercera de las formas de escritura serían sus famosos poemínimos, los que –confieso– me divierten mucho, y hay algunos que muestran su singular picardía, pero de allí en fuera, salvo algunos ejemplos notables, no les tengo demasiado aprecio. Al contrario de los otros, son de lectura amena y ligera, y con los que, estoy casi seguro, Efraín se divierte especialmente ejecutándolos.
Recuerdo que después de su operación, Huerta declaró su enorme fidelidad a la vida diciendo que quería vivir muchos años más. A diferencia de otros jóvenes y viejos que parecen estar camino al sepulcro, Huerta amenaza volverse cada día más joven. Y esto y su amor a la vida y un manojo de poemas, justifican su paso por la Tierra.
* Publicado por primera vez en la revista Proceso el 7 de julio de 1980, dos años antes del fallecimiento de Efraín; apareció después en el libro de notas y ensayos Señales en el camino (1984). Por la primera fecha que se entregó, la nota está escrita en presente, cuando Efraín aún vivía. La entrego ahora con ligeras correcciones.
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