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Fast films (I DE II)
El hecho, no inédito por cierto, de que haya uno o más mexicanos involucrados en esa compleja mixtura mediática/económica/mercadotécnica/política/cinematográfica resumida en el nombre Oscar, naturalmente provoca que, de este lado del Río Bravo, más atenciones que las acostumbradas estén puestas en lo que habrá de suceder precisamente hoy en la noche. Es bastante posible que, dentro de unas horas, no falte quien quiera prolongar la feria de exageraciones desatada yendo al Ángel de la Independencia a tocar el cláxon, ondear una bandera y gritar a voz en cuello ¡me-xi-cós! y ¡agüevos!, a consecuencia de que un cineasta mexicano tenga –por fin, dirá Másdeuno– el reconocimiento de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos por haber dirigido una película que, según palabras del propio realizador, de mexicana no tiene absolutamente nada, y esa misma nada es lo que significará dicho premio para la cinematografía nacional.
No es ningún secreto ni descubrimiento, pero que no lo sea no anula lo conveniente de volver a mencionar que tan elevado interés responde, primero y antes que cualquier otro asunto, a la urgencia –preexistente, pero alimentada, inducida y aprovechada por Unoscuantos, que de tal modo saca buena raja– de satisfacer las necesidades de un sentimiento nacionalista más que maltrecho en otros rubros; nacionalismo que, abollado como está desde hace buen rato, halla su paradoja más cruel precisamente cuando trastoca su naturaleza en ramplón chovinismo, manifiesto en el hecho de sólo saber buscar –y haber aprendido a satisfacerse con tan poca cosa– su medicina en placebos como “la codiciada estatuilla”, mercachifles mediáticos dixit o, para el caso, dentro de unos meses el imposible “quinto partido” de la selección de futbol.
Tampoco son más que hilo negro y agua tibia otras dos realidades, pero es preciso mencionarlas una vez más porque la manera en que se manejan estos asuntos las han vuelto semejantes a la paradigmática carta de Edgar Allan Poe y, como ésta, invisibles de tan evidentes: la primera consiste en que, antes que elementos de pertenencia estricta al ámbito fílmico, quienes dan el Oscar tienen en cuenta una larga serie de consideraciones, como se dijo antes, de índole mediática –la preservación de su fama como el supuesto Premio de Premios cinematográfico–, económica –la exitosa recaudación en taquilla, sin la cual una película ni siquiera sería considerada en la categoría correspondiente a “mejor”–, mercadotécnica –la prevalencia como marca líder del premio mismo, con el retorno económico que tal condición produce–, y política –como ha quedado de manifiesto innumerables ocasiones, pero recuérdese solamente la anterior, cuando a las politically correct minds les pareció conveniente que el concepto “negritud”, en ciertas acepciones muy específicas, dominara temáticamente lo premiable y lo premiado.
La resistencia de Mediomundo a aceptar que todo lo anterior es real y no meras ganas de hacer las veces de aguafiestas o de ver moros con tranchete, es el origen de la segunda realidad mencionada; a saber, eso mismo: que a Uno lo descalifican, empleando para ello tal suerte de argumentos pobres –amargado, paranoico, azotado, más los que se acumulen–, porque no habrá de sentir, ni por un segundo, hinchado el pecho de patriotero orgullo si mañana salen Cuarón y/o Lubezki en todos los periódicos con su trofeo en las manos –y si lo hacen, bien por ellos pero solamente ellos.
Más allá de los indudables méritos que tiene una cinta como Gravity para ganar un premio como el Oscar, o como sus adláteres Bafta y Golden Globes, idénticos en su potaje de requisitos, ya parafílmicos, ya metafílmicos, para nominar y galardonar, en lo que se quiere hacer hincapié aquí es en lo otro, lo oscáricamente reducido a su expresión mínima indispensable, es decir, lo estrictamente cinematográfico.
Dicho con un silogismo elemental, si lo que el Oscar suele premiar de verdad fuese tan, pero tan extraordinario, insoslayable y superlativo como semanas y meses antes sus innúmeros voceros se encargan de propalar, entonces todo eso tendría por fuerza que grabarse de modo indeleble en la memoria de cuantos lo vieron, y ningún esfuerzo costaría evocar datos básicos como director, protagonistas y trama.
Empero, siempre más efectiva que la mejor de las mercadotecnias, la realidad indica que hasta el más recalcitrante defensor de la lógica del Oscar tiene problemas para recordar qué película lo ganó todo o casi todo, por decir cualquier ejemplo, hace solamente tres años. Asoman, ahí, las grietas de un simple fast film absurdamente elevado a clásico.
(Continuará)
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