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Un tenue velo de autoridad
Los mexicanos sabemos que las televisoras privadas que dominan el espectro de la televisión abierta, Televisa y tv Azteca, son poderosos consorcios ligados al poder político y la élite empresarial, y que mantienen estrechos vínculos con los otros poderes fácticos como el clero, algunos sectores industriales y no pocos intereses extranjeros como la banca. Intuimos –sospechamos, adivinamos, inferimos– que altos mandos y propietarios tienen derecho de picaporte en restringidos despachos del gobierno, en varias –si no todas– secretarías de Estado y cualquiera de sus oficinas auxiliares y aún –hoy más que nunca, puesto que el presidente electo, eso también lo sabemos los mexicanos, es producto diseñado, precisamente, por y para las televisoras– en la misma Presidencia de la República. Malo que todo ese poder truca de virtud a infamia en tanto se usa para el provecho personal de reducidos grupos cupulares y, en resumen, para seguir acrecentando cuantiosas, inconmensurables fortunas privadas, la avidez sin fin de dinero que padecen los más ricos, adictos a sí mismos pero sobre todo al poder. Todo lo que se dice y hace en televisión, pero sobre todo aquello que se negocia en despachos a puerta cerrada –allí las legislaciones a modo, las exenciones fiscales, los privilegios en usufructo de recursos públicos o las jugosas adjudicaciones de contratos multimillonarios– se hace dándole la espalda a la gente, a escondidas del escrutinio público. A hurtadillas. La televisión en México se ha convertido así en el oficio de hacer y decir lo necesario para ocultar lo que en verdad se hace y dice.
En la muerta letra de la ley, la realidad debería ser otra cosa. En lugar de que una empresa privada, un emporio empresarial, que al final no es más que un negocio de familia, disponga de la vida pública, de las instituciones y hasta de los individuos en pos de una agenda particular, debería privilegiarse la política pública, el bienestar de la mayoría de la gente, la implementación de programas de seguimiento y control que permitieran asegurar que, en el caso particular del espectro radioeléctrico todavía considerado bien público y no propiedad privada por más que así insistan en interpretarlo los atildados alecuijes del duopolio, su aprovechamiento y explotación tuviese como premisa el interés público siempre por encima del interés personal y privado. En la cruda realidad mexicana, de productos chatarra, televisión chatarra, ciudadanos de primera contra ciudadanos de segunda, de importunos retenes policiales y militares que hacen la vista gorda ante las verdaderas mafias, de señoreo del mercachifle y de la cotidiana conculcación de los derechos constitucionales y humanos, la cosa es de otro modo, y ese modo es adecuado a la insondable ambición de esos grupitos cupulares entre los que destacan siempre los ejecutivos, dueños y compinches de la televisión. Las instituciones presuntamente creadas en México para implementar, mantener y vigilar instrumentos de regulación y control en el quehacer empresarial privado de las telecomunicaciones, como la Comisión Federal de Telecomunicaciones (Cofetel), creada por decreto presidencial (era presidente Ernesto Zedillo) el 8 de agosto de 1996, sirven, si mucho, para que en su página de internet el ciudadano utilice una herramienta de medición de velocidad de su conexión, por si quiere interponer una queja cuando se topa, como se topó quien esto escribe, con que su proveedor de internet proporciona en realidad apenas el uno por ciento de la velocidad de descarga que cobra, eso sí, de la más puntual e insistente manera. Para todo lo demás, regular la administración correcta y justa del espectro radioeléctrico, supervisar que los contenidos sean nutricios y no la basura que usualmente producen Televisa y tv Azteca o la ecuánime repartición de bandas y frecuencias entre más y mejores empresas para estimular la sana –y cruel– competencia que tanto preconizan todos esos yuppies metidos a burócratas en tanto gobierno de derecha capitalista, para todo eso y lo que dicte la justificación demagógica que sustente su existencia, la autoridad, la Cofetel misma, la Secretaría de Comunicaciones y cualquier otro estamento de la administración pública no son más que un tenue velo de potestad, un remedo de jurisdicción, una comparsa de corbatas y trajes caros que pagamos los contribuyentes. Porque el gobierno, el verdadero gobierno, está a la misma hora, en el mismo canal, en todas nuestras pobres casas, inoculando su ponzoña.
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