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Matemáticas y poesía
Fabrizio Lorusso
En el año de 1934, en Estados Unidos apareció un texto titulado La poesía de la matemática y otros ensayos. El autor era David Eugene Smith, matemático y profesor emérito de Columbia University de Nueva York, quien escribía: “La matemática es generalmente considerada en las antípodas de la poesía, no cabe duda. Sin embargo, la matemática y la poesía tienen una estrecha relación de parentesco, porque ambas son hijas de la imaginación. La poesía es creación, ficción, y la matemática ha sido definida por uno de sus admiradores como la más sublime de las ficciones.”
¿Qué sentido puede tener esta idea de la matemática y de las ciencias exactas como ficciones maravillosas y sublimes? ¿Podemos amar o incluso construir, jugar y especular con los números y con los versos al mismo tiempo? Banalizo un poco. Desde las entrañas de la unam, casa de estudios en que cursé unos ricos postgrados en humanidades, sigue vigente un debate o, más bien, una diatriba histórica entre facultades científicas y sociales, que repercute, supuestamente, en las distintas formas de ser y hasta en las autoestimas de sus frecuentadores.
Hay escalofríos de mentes y corazones, de estudiantes y docentes, que nos hacen preguntar: ¿Tendrán alma los ingenieros? ¿Sí aman los matemáticos? ¿Y sí, hacen poesía también los biólogos? O bien, mirando la otra cara de la moneda, ¿de qué viven los filósofos? ¿Qué comen los letrados? Finalmente, ¿tenemos, de alguna manera, sea como sea, aptitud para el razonamiento duro y puro nosotros, los románticos de las humanidades? Misterios se vuelven preguntas. Las dudas, prejuicios. Poetas hippies chocan contra puntuales calculadores cuasi-humanos.
En efecto, la relación entre estudios matemáticos y expresión poética se estudia poco, se ignora, se menosprecia. De juntarse el verso sublime con las cifras maravillosas, pues tendrían un amor innecesario, dicen. Así, para el matemático, por ejemplo, la poesía queda reducida a una frívola manzanita, sabrosa quizás, pero pecaminosa y vacía, y acaba siendo inútil, sin un goloso gozador que la disfrute.
A su vez, los sentimentales creen que las fórmulas y la exactitud teórica intoxican el alma. A veces, hay que decirlo, estos malentendidos nacen de la mala fe de la gente. Se estima que esa unión, es decir, el enamoramiento entre números y expresiones líricas, entre rimas y cuánticas bien puestas, tendría consecuencias demasiado anti-sistémicas.
Con lujo de superficialidad se consideran comúnmente como dos méndigas, antitéticas enemigas. Unas, las matemáticas, serían diferentes por estar ligadas a actividades científicas, rudas y técnicas, duras y tremendamente reales. En cambio, la otra, la poesía, coquetea con la buena educación humanística, con las áreas de filos, letras y psico, y finalmente con sensibilidades bastante literarias y hasta ideales estúpidamente utópicas. Así dicen.
La rima consonante ama ciertas figuras profesionales que se le asocian, tales como son el filósofo desempleado crónico, pero al menos feliz, y el eterno aspirante a escritor. En cambio, el físico, el ingeniero, el químico, y hasta el profesional de la econometría olímpica, están destinados a ser endebles pero con una chamba remuneradora y estresante. Asimismo, serán exitosos y siempre respetados por su seriedad y rigor científico que a veces, sin embargo, es preludio de un precoz rigor mortis.
A la separación entre estas disciplinas, que también representan pasiones carnales y estudios aparentemente muy distintos entre sí, se le hace corresponder una substancial diversidad de los individuos apasionados por cada una, como si tuviesen capacidades diferentes y formas mentales con posturas, modales y flexibilidades intelectuales casi incompatibles. Además, parece, matemáticas y poesía son bastante refractarias a la comunicación y al recíproco entendimiento. Son necias.
Una supuesta heterogeneidad de sus contenidos íntimos y de sus campos de interés contribuye a poner a Doña Poesía y a Señitas Matemáticas en un muy mal plan, un rebote continuo de peleas y desencuentros. Sin embargo, por suerte, tienen mucho que compartir, tienen puntos en común que finos análisis de escritorio y aun la práctica de las borracheras, tan reveladoras y sinceras, han podido desenmascarar.
Ambas se generan a partir de un anhelo común por el conocimiento y un deseo típicamente humano de navegar incesantemente hacia nuevas metas. El aprendiz, el individuo que cuestiona, se cuestiona y pregunta es el que goza al perder la brújula, por torpe o por curioso. Es el que se activa paulatinamente para mover la utopía del conocimiento cada vez más hacia adelante, para que un fin no sea un final. Aunque hay límites, la aventura es reconocerlos. Poesía y matemáticas se hermanan en esta hazaña.
Un cuerpo-intelecto que salta ‒mens sana in corpore sano‒ ya no se avergüenza de la unión blasfema entre dos musas berrinchudas, y sabe derrotar la esterilidad y el estancamiento de su mente causados por el vértigo de existir. Es una suerte de reacción frente a la inmensidad caótica e inexplicable del universo, o simplemente una fuerza procedente de nuestro subconsciente, la cual, tal como nos la describió el buen padre del psicoanálisis, Sigmund Freud (1856-1939), logra sublimar la energía reprimida de nuestro lado irracional. La canaliza hacia finalidades más aceptables, más toleradas socialmente y permitidas por el filtro de nuestra censura interna.
Tanto las matemáticas como la poesía indagan acerca de aspectos problemáticos de la realidad, como el inicio y el fin, la vida, la muerte y las parejas. Las dos investigan, de hecho, el dilema del infinito, de lo no mesurable dentro y fuera de nosotros los humanos. Especulan sobre las paradojas de la vida y del cosmos, al enfocarse en cada uno de los detalles que los hacen maravillosos, dignos de estupor. De esta manera, con sus reflexiones y resultados, sean literarios, numéricos o de otra naturaleza, iluminan de inmensidad a las mentes y a las mentalidades, a la racionalidad y al imaginario, a los hemisferios del globo y de cada cerebro que lo habita.
En efecto, ¿quién no ha sido espasmódicamente cautivado por las extravagantes paradojas y las asombrosas contradicciones que inevitablemente encontramos cuando tratamos de sentir y entender los infinitos numéricos y sus propiedades? Algo sencillo y común, ¿no? Basta con recordar, por ejemplo, el desamparo que experimentamos, en algún momento, al descubrir que el conjunto de los números pares se considera compuesto por la misma cantidad de elementos que el conjunto o totalidad de los números enteros. Una parte es grande como el total, somos infinitos y ceros a la vez. Además, en la era digital, todo es una secuencia de unos y ceros.
Ilustración de Merello |
Estoy seguro de que nos golpea un gran desequilibrio interior, como embriaguez fatal, cuando nos topamos con el fenómeno romántico llamado “adolescencia”. Hablo de la edad crítica y transformadora de nosotros mismos, como hombres o mujeres. Pero me refiero igualmente a las etapas demoledoras y renovadoras de la historia humana, con sus violencias y estremecimientos, y también a la fuerza de la lectura de las obras poéticas: estudiadas, disfrutadas y lloradas al mismo tiempo.
Sobrevivir en los tiempos del romanticismo, como época de la vida personal y de la historia, es encarar, en los libros y en la cotidianidad, las tensiones y las dialécticas sin resolver que caracterizaban la sensibilidad romántica. Es participar en los viajes de los pintores alemanes como Caspar David Friedrich (1774-1840), creador de ocasos ensordecedores y panoramas melancólicos.
Es resucitar la voz de un vate como Giacomo Leopardi (1798-1837), autor de “Lʼinfinito”, interminable tormento y delicia de todo estudiante italiano. Las almas añorantes estaban eternamente suspendidas entre pasado y futuro, dibujando memorias del mañana que empezaban y culminaban en el mismo horizonte, justo en el límite extremo y difuminado de la contingencia humana.
El acercamiento entre la lírica y los números cobra más sentido si recordamos algo: consideremos uno de los grandes temas de la poética del decadentismo francés, como el del bosque de símbolos que el poeta tiene que atravesar para aprehender la realidad más pura, y veremos que se asemeja a los esfuerzos de la matemática por hacer el mapa del bosque oscuro de lo desconocido, y de hallar o describir armonías y perfecciones de un mundo que, al contrario, está dominado por la entropía, la incertidumbre y un desarrollo aparentemente muy irracional.
La interpretación de las matemáticas como ficción maravillosa y sublime reside en su campo de investigación, sus ámbitos de evolución y su coqueteo con la abstracción y la proyección hacia el más allá: se arma un universo regulado y descrito por leyes precisas, hechos y tendencias, datos y probabilidades que se nutren de simetrías y construcciones equilibradas hasta cierto punto, hasta la cumbre de la utopía numérica. Esa es la paz.
Y era la concepción del universo según las corrientes filosóficas de la Grecia presocrática. En efecto, se proponía un mundo explicable y representable de acuerdo con relaciones numéricas establecidas y ciertas formas geométricas, a las que se podían referir las estructuras de todos los seres: había ciudades de ensueño con cuadrados, triángulos, ovales, signos, numeritos y columnas hexagonales por todas partes.
Muy notoria es la preponderancia insolente que el “número” fue adquiriendo en la reflexión del griego Pitágoras de Samos (580 ac-495 ac), que fue filósofo y matemático, esotérico y vegetariano, pero le faltó salir del clóset también como poeta. ¡Lástima! No siempre se puede ser perfecto. Durante siglos, él y sus discípulos identificaron el Arché, o sea el inicio del universo o de todas las cosas, justamente con el Uno, primero de los números. Parece poco, pero si eres el primero, el número uno en decirlo, estás en la historia.
En cambio, el pensamiento del alemán Friedrich Nieztsche (1844-1900) se ubica en el otro extremo con respecto a esta visión apolínea y ordenada de la vida y del cosmos. De hecho, él arranca de una indiscutible perspectiva dionisiaca y caótica de la situación presente, de la pasada y la futura, pues el desorden reina en este mundo, tan nuestro y tan ajeno a la vez, y hay que negarle cualquier valor a la matemática y a la metafísica. En su opinión, son ciencias ilusorias, el fruto podrido de una realidad inexistente que el hombre ni siquiera debería seguir buscando.
Matemáticas y poesía son ambas producto de la imaginación, del desfase interior y de una fértil intuición. Se concretan en forma y expresión gracias a la síntesis del individuo, por su anhelo de explicar y de comunicar. Inclusive el trabajo epistemológico del filósofo austríaco Karl Popper (1902-1994), quien introdujo el “falsacionismo” o criterio de “falsabilidad” como elemento de demarcación entre lo que sí es ciencia y lo que no puede serlo, reconoció el origen extracientífico y no racional de la gran mayoría de las teoría científicas. Muchas veces éstas son generadas a partir de la fantasía, la invención, la casualidad, la libre imaginación, la pachequez y, finalmente, por ese toque de poesía que todos tenemos.
Destacó Arthur Schopenhauer (1788-1860) que la poesía y el arte en general no son otra cosa sino intuición inmediata y contemplación desinteresada del mundo de arquetipos formados por las ideas. Ver para creer. La música, que es superior y se sitúa en la punta de la pirámide de las expresiones artísticas, acude y comunica directamente a la Voluntad, la voluntad con V mayúscula que mueve todo ser a vivir y reproducir la especie.
Otro elemento de conexión amorosa entre matemática y poesía está en la naturaleza musical, rítmica, melodiosa y proporcionada de muchos poemas, especialmente de los más añejos. Muchas veces siguen formas métricas precisas, relacionadas con los principios matemáticos que también regulan la disposición de las siete notas en el pentagrama. Y este es el gran tema neoclásico de la “armoniosa melodía pintora”, según reza un celebre verso del poeta italiano Ugo Foscolo (1778-1827). Él ve la poesía como una abstracción matemática que, gracias a su intrínseca esencia musical, puede y quiere elevar al hombre hacia un mundo de perfección. Por fin digo que las dos se quieren. Así sea.
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