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Oda a la plumilla
Viendo la película Tenacious d in the Pick of Destiny (2006), una comedia musical de Jack Black y Kyle Gass basada en la búsqueda de “la plumilla del destino” con la cual se supone que tocaron los mejores guitarristas de la historia, nos vino una idea a la cabeza: investigar, hablar sobre ese pequeño objeto de múltiples variantes también llamado púa, plectro, pajuela, uña, uñeta, vitela, con el que tantos músicos percuten las cuerdas de innumerables instrumentos alrededor del mundo. Aparentemente irrelevante, el asunto cobra importancia cuando entendemos algo básico para todo intérprete: las notas nacen justo en el punto de contacto con la cuerda, ahí donde colisionan –por desarrolladas o paupérrimas que sean– la técnica, la experiencia y la sensibilidad.
Clasificadas de acuerdo con su tamaño, forma, dureza, material y durabilidad, las plumillas integran un negocio millonario debido a la facilidad con que se dañan o extravían, a su posibilidad de personalizarse, a lo indispensables que son para tantos ejecutantes. Más aún, han superado su ámbito especializado para instalarse en infinidad de accesorios (collares, pendientes, anillos, pulseras), pues se han vuelto símbolo de la música en general y del rock en particular; son semillas que desde su inmovilidad auguran el surgimiento de mundos que se relacionan con momentos especiales de la vida.
Siempre a la espera de un operario, la sencillez primitiva de estos artilugios conecta todas las civilizaciones y tiempos de la humanidad, pues no hay pueblo que, habiendo producido un instrumento con cuerdas, no la haya utilizado. Trocito de plástico, hueso, madera, concha, caparazón de tortuga, vidrio, piedra preciosa o metal, la púa tiene el poder de convertirse en talismán cuando algún músico la arroja desde el escenario, pues resulta imposible negarle su carga energética, su carácter de intimidad, su proximidad con la canción que ha muerto momentos antes. Asimismo, cuando aparece tirada en el suelo nos sugiere, desde el silencio, que ha perdido a su dueño y que está lista para entregarse a su inmolación definitiva.
Y es que sí, la plumilla es posibilidad en estado puro. Otorgarle valor es abrirle la puerta a las ideas futuras, extenderle una invitación a la inspiración, aunque ésta nunca llegue. De ahí que tantos músicos traigan púas escondidas en la cartera, pues se trata de un recordatorio de lo que son cuando están lejos del escenario y se confunden en la multitud; se trata de la llave que da acceso a lo invisible apenas se presenta la oportunidad de tenerla entre los dedos. Aunque claro, las hay que rodean al pulgar (para instrumentos acústicos) o que se ponen cual dedales (como en el caso del banjo), o que superan las dimensiones regulares de la mano proponiendo significados rituales (como el usado para el shamisen japonés).
Las plumillas más comunes, empero, están hechas de celuloide, nylon, tortex, delrex, delrin o lexan, muy distintas a las más caras que se conocen, pertenecientes a la marca australiana Starpics, que literalmente las produce con materiales estelares. Hablamos de plectros extraídos de meteoritos Gibeon y que pueden costar más de cuatro mil dólares. Sin duda un producto para rockstars, contraste absoluto de la más famosa de todas (también una de las más baratas). Nos referimos a la del guitarrista Brian May (Queen): una moneda británica de seis peniques (sixpence), que ha llegado a multiplicar muchas veces su valor en subastas y entre coleccionistas.
Éstas y muchas otras pueden conseguirse en sitios como Guitarpickshop.com, en donde las enmarcan junto a fotografías firmadas de sus dueños. Pero tal vez las más interesantes son las que combinan distintos materiales en busca de generar tímbricas diversas contra cuerdas de nylon o metal. Han salido al mercado toda clase de invenciones entre las que destaca la Jellyfish (medusa), una con base plástica para los dedos pero que expone varios flecos de metal cortados en diagonal para raspar de manera independiente pero continua.
Dicho lo anterior y a pesar de las tecnologías que se han desarrollado en torno a estos diminutos objetos (incluso hay una perforadora casera que recorta plumillas de cualquier tarjeta o lámina de plástico), de hacer una elección final nos quedaríamos con alguno de los plectros que tallan los africanos para tocar el ngoni o los jaraneros veracruzanos para que ronque la leona. Esas pequeñas costillas de hueso representan como pocas la transformación que el hombre puede hacer de su entorno para conseguir el camino a la belleza. Sea.
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