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Ilustración de Juan Gabriel Puga |
Retrato de Enrique Fierro
José María Espinasa
¿Cómo imagina usted a un autor de un libro que se llama Resta? No busque fotografías suyas en internet ni datos biográficos en wikipedia, sólo imagine cómo es para usted el autor de un libro que lleva el radical título de Fraude. Piense entonces, ¿cómo sería? Tal vez alto como Cortázar, siempre con cara de niño juguetón y travieso, delgado hasta las lágrimas. O pensará que es bajito –chaparro diríamos en el barrio‒ y regordete como Augusto Monterroso. Se habrá equivocado a medias, pues sin querer queriendo al mencionar al autor de Rayuela y al de Lo demás es silencio se está trazando un árbol genealógico. Pero si estos dos libros, los más recientes del poeta uruguayo publicados en México llevan títulos tan extraños no son menos extraños otros de sus títulos, como Queda.
La verdadera dificultad está cuando se abren los libro y se empieza a leer los poemas. Si usa anteojos va y los limpia, piensa que están sucios o les falla la graduación ¿Qué es eso que está leyendo? ¿Poesía? No es que lo ponga en duda, yo no lo hice desde hace ya muchos años que leí sus primeros textos. Eso es poesía, sí, pero no se parece a la poesía de otros autores, ésos que ponemos de modelo para caracterizar al género –Darío, Nervo, Bécquer– cuando nos ponemos didácticos.
Si algún profesor en la prepa nos habló de las vanguardias nos diríamos frente al espejo de la página: claro, es que es poesía de vanguardia. Si somos reseñistas de algún suplemento cultural, como lo fui yo, cuando había quien publicara reseñas, pasaría sin darse cuenta de la contradicción, a elogiar sus virtudes clásicas. Total, que sí los títulos nos producen cierto pasmo, la poesía nos asombra. Ese reseñista incurrirá en más confusión. Por ejemplo, dirá que Enrique Fierro es un autor luminoso y esgrimirá ante sus lectores el volumen Las oscuras versiones como argumento incontrovertible, con su portada negra, vuelta ya renegrida por los años. Y no dará tiempo a que le digan: oiga pero lo oscuro es lo contrario de luminoso, pues lo que le interesa ahora es resaltar la palabra versiones del título.
¿Cuándo empezó a leer a Enrique Fierro? Trata de recordar si fue con ese libro, pero tiene la sensación de haberlo leído mucho antes, la memoria de que cuando despertó ya lo había leído. Y que, como Coleridge, conserva no una rosa sino un libro en la mano. Fierro escribe versiones, en efecto, pero no de poemas de otros, sino de sus propios poemas, aquellos que son como ideas fijas, mónadas celestes que garantizan la existencia del poema, pero luego pasan a volverlo duda verbal, eterno ir hacia adelante, desenvolverse en su propia parodia.
Todos los críticos lo señalan: una de sus cualidades es el humor, mientras que yo pienso ¡qué serio es este poeta, qué cosa tan seria lo que su poesía nos dice! Nos duele de una manera que nos hace reír, sus navajazos cosquillean nuestra inteligencia, son juguetes verbales, que como todos los juguetes se rompen y nos hacen llorar, y luego resulta que se juega mejor con ellos cuando están rotos.
Enrique Fierro sabe que la poesía es cosa seria, por eso escribe un poema que, si lo vemos de este lado, es de vanguardia, y si lo vemos del otro, es clásico, y siempre nos equivocamos de lado. Bueno, supongo que me entienden, nunca leemos de frente, eso se lo dejamos a los valientes, y los valientes no leen, sólo los cobardes, que son más simpáticos. Cuando Enrique escribe sus poemas rehúye sobre todo el melodrama, esa condición del alma de casi todos los hispanoamericanos, pero en esa huida, casi sin que nos demos cuenta, toca unas fibras tremendamente hirientes. Por eso el desconcierto ante sus títulos se vuelve curiosidad ante sus poemas.
Es natural que cuando uno admira a un poeta le dé por escribir sobre él, sobre todo si, como dije, escribe reseñas. Entre las muchas que escribí en los años setenta y primeros ochenta estoy seguro que hice varias sobre Enrique, pero como no las guardé no puedo demostrarlo ni poner un pie de página. Puedo decirles, y eso sí comprobarlo, que un grado más acentuado de la admiración es querer editar un libro suyo. Y cuando leí a Enrique, antes de conocerlo, pensé que alguna vez sería su editor. Luego, cuando ya lo conocí, y mi duda de si era bajo o alto, gordo o flaco, uruguayo o filipino se aclaró, estuve seguro de que lo haría. Pero no fue tan fácil el asunto, lo conocí como a fines de los setenta de ese siglo que sólo la retórica empalagosa llama pasado y el primer libro suyo que publiqué fue Mutaciones, 2 (1983-1986), en 2002, de ese siglo que en realidad hoy, transcurridos doce años, todavía no empieza.
No necesito decirles que las versiones perdieron su condición de oscuras y se volvieron mutaciones. Digamos que es un subrayado: varía la obra humana, muta la naturaleza, o el hombre cuando es tocado por la gracia. En aquellos años pensé que la poesía entera de Enrique se llamaría Mutaciones y que bastaría con numerarla. Pero a Enrique Fierro eso le debió parecer demasiado simple y el siguiente libro se llamaría Queda. Si alguien conoce ambos libros verá que me esmeré en mantener el misterio de la pregunta inicial de este texto. Ni una foto que revelara el misterio ¿Cómo es Enrique Fierro? Es una manera de preguntarse quién es y qué significa lo que escribe.
Como varios de sus títulos, Queda tiene su jiribilla. Yo le di una explicación cinematográfica: “Queda” dice el director cuando siente que la toma ha quedado de su gusto. Pero creo que lo hizo más en el sentido de que eso es lo que queda después de la depuración, algo similar a lo que podría interpretar en Resta. Sólo que con la característica ironía del autor, Resta también puede ser entendido en su sentido matemático, lo que sustrae. Enrique Fierro es entonces un señor que escribe poemas y como todo poeta tiene algo de fantasma concreto, de sombra material, de espíritu físico. No importa cómo es, léalo; es algo todavía más raro: es un poeta sonriente.
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