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La maestra Eva Martínez García es una mujer tan grande de cuerpo como de energía y entrega. Es la fundadora y directora de la banda femenil Las Reynas Oaxaqueñas. La vi por vez primera un domingo a media mañana en el parque de El Llano, a un lado de la explanada principal, bajo eucaliptos y jacarandas, de espaldas a la estatua de don Benito Juárez y rodeada por un público expectante, ultimaba algunos detalles antes de dar inicio al concierto instrumental.
Con los cabellos recogidos hacia atrás, un vestido de suave color rosa entrecortado en la cintura por un ancho moño blanco, y unas zapatillas de medio tacón que, abiertas al frente, dejaban entrever sus uñas matizadas por una discreta capa de esmalte, todas las integrantes de la banda estaban posicionándose en sus lugares respectivos, cada una con su propio instrumento.
En la última fila, de pie sobre un banquillo, una niña de apenas siete años tomaba en sus manos la baqueta del bombo. Otra, de nueve, se aproximaba la trompeta a su boca lista para entonar las primeras notas. En total, veintitrés mujeres, armadas de clarinetes, saxofones, trompetas, trombones, tarolas, tubas, bombos y platillos que, a la primera señal de la batuta de la maestra, con la emoción contenida en rostros graves, arrancaron entonando una obertura dramática. Le siguieron otras once piezas, entre ellas el “Cucurrucucú paloma”, del zacatecano Tomás Méndez Sosa, dos polkas, varios boleros oaxaqueños, fragmentos de una suite de Tchaikovsky y, para cerrar, la infaltable “Canción mixteca”. El concierto terminó, las ejecutantes se relajaron y la maestra Eva sonrió.
Fotos: voz-e-imagen.com |
No es para menos, la dirección de una banda es, a decir de ella misma, una larga travesía. Y la de Las Reynas inició hace una década, cuando empezó a acariciar la idea de fundar una de puras mujeres, por el simple gusto, por el reto de demostrar que las mujeres sí pueden. El sueño se concretó dos años atrás apenas, cuando por fin logró congregar al número suficiente de ejecutantes en el corredor de lámina de su casa, en Santa María Guelacé, en los valles centrales de Oaxaca. Allí, todos los fines de semana se reúnen las músicas –y no las musas‒ para ensayar. Tienen entre siete y treinta y dos años; unas estudian primaria, otras secundaria, otras más bachillerato; una de ellas trabaja en un puesto informal de comida, y la de mayor edad es contadora en la Secretaria de Finanzas; todas son solteras y la mayoría de municipios indígenas cercanos a la capital del estado. El proyecto no cuenta con sustento financiero de ninguna institución. La directora sufraga los gastos, costea los pasajes, ofrece la comida que prepara su suegra, mujer zapoteca de tradiciones enraizadas, y presta los instrumentos más caros, los que ella ha ido adquiriendo paulatinamente, como son los timbales tropicales o la majestuosa tuba.
En torno a la tuba precisamente giran las principales dificultades y los mayores desafíos de la banda. Su tamaño, su peso en los hombros, su amplia campana y la tradición que dicta que es un instrumento netamente masculino ponen a prueba y a veces hacen trastabillar a Las Reynas Oaxaqueñas. Para alcanzar su máxima tesitura, el instrumento necesita de aplomo, pero sobre todo de un soplo fuerte y sostenido; y no muchas mujeres se arriesgan a intentarlo; es más, luego retroceden, se echan para atrás y es que, como afirman, “el poco aire que tienen se lo lleva el instrumento”. Y entonces la banda renquea, se tambalea, y de vuelta la búsqueda desesperada de alguna joven sin reparo, dispuesta a colgarse el gran instrumento de viento y metal y hacerlo tronar.
Pero no por ello, Eva (nombre del bolero que Rodolfo Villegas le compuso) escatima esfuerzos y pierde oportunidades para hacer presentaciones allá donde la inviten. La banda ya ha viajado fuera de la ciudad; ha alegrado el baile tras el tradicional jaripeo decembrino de El Camarón, en Yautepec. Ha viajado también a Tlaxcala, donde las integrantes saborearon el éxito y reafirmaron la alegría que se siente al saberse apreciadas, reconocidas y respetadas en su quehacer musical.
En su repertorio de audición nunca falta “Capricho indio”, una polka para dos trompetas de autor desconocido que la maestra Eva rescató del archivo musical familiar. Éste constituye su gran tesoro, formado por un sinfín de partituras, la mayoría heredadas de su abuelo, el maestro Bonifacio Martínez Méndez, y alimentado a lo largo del tiempo por su padre, sus dos hermanos y por ella misma.
De hecho, la vocación musical le ha sido transmitida por vía paterna: su bisabuelo, músico; su abuelo, compositor, y especialmente su padre, el profesor Máximo Indalecio Martínez García, gran amante de la música oaxaqueña, clarinetista y fuertemente comprometido con el desarrollo de bandas tradicionales en los pueblos a donde llegaba para trabajar como maestro de escuelas rurales.
Sin embargo, la pasión de Eva por la música no fue nada espontánea ni instantánea: contaba apenas con ocho años cuando su padre la forzaba a despertarse todos los santos días a las cinco de la mañana para estudiar solfeo con sus dos hermanos menores. La trayectoria musical de los tres hermanos se bifurcaría desde el momento en que los dos varones obtendrían el consentimiento y apoyo familiar para trasladarse a Ciudad de México y estudiar dirección de orquesta en la Escuela de Música del Centro Cultural Ollín Yoliztli y ella, en cambio, se vería obligada a quedarse en Oaxaca para acompañar a su padre en sus travesías de comunidad en comunidad.
Aunque impuesto, fue ese acercamiento con los niños y la pedagogía instrumental lo que transformó paulatinamente la aversión inicial en amor a la música. Desde entonces vive por y para ella. Hoy en día, además de ser maestra de iniciación musical, Eva Martínez –tras los pasos de su padre‒ forma bandas infantiles allí donde la requieran, pero sobre todo entroniza siempre que puede a sus Reynas Oaxaqueñas, su banda preferida, su banda propia, su perla y consentida.
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