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Los documentales otros (I DE III)
Inevitablemente, a este ponepuntos van quedándosele en el tintero las palabras que habría querido decir acerca de una enorme cantidad –siempre creciente– de filmes cuya fortuna no ha sido necesariamente grata en términos de difusión, para no mencionar los todavía más inclementes de exhibición.
A lo anterior debe añadirse que, no obstante el nuevo lugar común que con mayor fuerza se lee y escucha en estos tiempos –“el documental es el género cinematográfico que goza de mayor salud en México”–; y no obstante que, más allá del cliché, la nuez de dicho common place es rigurosamente cierta, la verdad monda y lironda es que, en materia de difusión, análisis, exhibición y crítica –nomás para empezar–, los largometrajes documentales no disfrutan, ni de lejos, de la suerte que suele dispensársele al más cutre de los largos de ficción, mexicanos o de los otros.
Cabe aclarar –por si Unoqueotro tuviese ganas de alegar que hay docus mexicanos bien tratados y exhibidos–, que no se habla aquí de cierta calaña docufílmica reciente, inocultable y tristemente concebida para la consecución de cometidos metacinematográficos más bien orientados al golpeteo político faccioso, al blanqueamiento de los sepulcros propios, a la “crítica” hipócrita-esquizofrénica contra el corrupto y mendaz de enfrente –paja en el ojo ajeno en 35mm o en HD–, así como al ensalzamiento de valores y cualidades manipulados a conveniencia para, todo entre gigantescas comillas, “dejar atrás nuestras diferencias y ponernos a trabajar por el bien de México”, nacionalísima expresión contemporánea con la que se actualiza un dictum siempre renovado: el patrioterismo suele ser el último recurso del bribón…
Aquí no se habla, pues, de la boñiga documental ya venida o por venir; ni de la que no pasa ni De panzazo ni de la Hecha en México, sino de ese otro trabajo docufílmico colectivo del que prácticamente nunca dan cuenta medios de comunicación electrónicos, impresos y virtuales, por más que ese otro trabajo documental sea, precisamente, lo único que vuelve cierta –con las reservas del caso– la aseveración optimista, el juicio favorable y la obtención de reconocimientos internacionales más abundante para nuestra cinematografía actual. (Uno se pregunta, por cierto, cuántos documentales conocerán, aunque sea de oídas, esos funcionarios que, hoy como ayer, a final de sexenio se cubren de autoelogios porque “al cine mexicano se le dio un apoyo sin precedentes”, en virtud de lo cual, según ellos, “nuestro cine bla bla bla…”)
Las líneas que siguen abordarán, así sea brevemente por obligadas razones de espacio, algunos de esos documentales otros.
Radiografía de tres perfiles
Su título puede ser desconcertante de entrada, pero el contenido de Cuates de Australia (2011) no lo es, y bien pronto quedan claras varias cuestiones; entre otras, que el nombre del filme corresponde al de la comunidad que se retrata, y que el retratista –Everardo González– se confirma como uno de los documentalistas, no nada más mexicanos, más sólidos, capaces y poseedores de la rara avis que surge de combinar a partes iguales tesón, talento y conciencia social. Los guayabazos no son inopinados, y quien conozca el trabajo previo de este documentalista puede dar fe del sobresaliente nivel que tienen, por sólo mencionar dos, Los ladrones viejos (2008) y El cielo abierto (2011).
En estos Cuates de Australia, González hace caber en cien minutos una suerte de radiografía de tres perfiles: uno ecológico, en torno a la escasez crónica del agua en el norte de la República, problema que sólo una mentalidad pacata, egoísta a ultranza y cortoplacista puede suponer menor, local o irrelevante. Otro perfil, de tintes sociopolíticos, es el referente al desinterés y abandono seculares que los habitantes de aquellas tierras yermas han sufrido y siguen sufriendo, no solamente por parte de quienes, en virtud de sus responsabilidades oficiales, deberían brindar ya que no soluciones al menos apoyo a sus “representados”, sino también por parte de todos aquellos a quienes no les toca vivir en carne propia el riesgo real de ver sus vidas extintas a causa de carencias que uno creería propias del siglo XVIII o más atrás. El tercer perfil, por último, es el antropológico que plasma la entereza, la reciedumbre y el arraigo admirables de un pueblo –dicha esta palabra tanto en sentido lato como en el metafórico– que sabe de dónde es y qué cosa le pertenece, sin importar cuántas ocasiones hasta la naturaleza y no solamente otros humanos quieran ponerlos a prueba.
(Continuará)
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