Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de septiembre de 2012 Num: 916

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Chavela Vargas en la Residencia de Estudiantes
Marco Antonio Campos

El retorno del mito
Ricardo Venegas entrevista
con Víctor Toledo

El spanglish y la RAE
Ilan Stavans

Momentos estelares
Ricardo Bada

El sótano del
Ara militaris

Agustín Escobar Ledesma

El universo Piazzolla
Esther Andradi

Alfred schmidt
Stefan Gandler

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Columnas:
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La Jornada Virtual
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A Lápiz
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Magisterios

A Hugo Gutiérrez Vega, académico mexicano
de la Lengua Española

En su libro Lecciones de los maestros, George Steiner recordó algo que ya había sido dicho por Borges: la condición oral de figuras de la Antigüedad como Buda, Sócrates y Jesús, así como de un analfabetismo que no prohijaba libros donde dejar constancia de sus propias ideas y argumentaciones. Steiner señaló, además, la necesidad de algún discípulo que funja como ese libro no escrito para conservar y discutir la obra del maestro, como en el caso de Platón. Posteriormente, cuando lectura y escritura se volvieron preeminentes, ha ocurrido que el discípulo escribiera una sabrosa biografía en la que ambas personalidades se confunden, como en el caso de Boswell y el doctor Samuel Johnson; o en el que rescatara incontables pormenores que construyen un retrato cotidiano y espiritual del maestro, como Eckermann hizo con Gœthe.

Uno de los más altos homenajes al magisterio distante (en el tiempo y el espacio) pero cercano (por la huella dejada en el espíritu de quien se reconoce como discípulo) es el que Dante ofrece a Virgilio en la Commedia I, VV. 85-87: Tu se’ lo mio maestro e ’l mio autore;/ tu se’ solo colui da cu’ io tolsi/ lo bello stilo che m’ha fatto onore (“Eres tú mi maestro, tú mi autor;/ eres tú solo aquel del que he tomado/ el bello estilo que me diera honor”, en la traducción española de Ángel Crespo). Hay muchas coincidencias buscadas por Dante en relación con Virgilio: la creencia en un imperio, la confianza en una lengua literaria (el latín y el toscano, a punto de convertirse en piedra de toque del italiano), la percepción de construir una obra literaria relevante, la descripción del ultramundo (debe recordarse que, en la Eneida, el protagonista desciende al Hades, de manera semejante a como lo hicieron Orfeo y Odiseo en la tradición griega).

El caso de Dante ilustra el de los maestros y discípulos “alejados”, impedimento que no es una resta en relación con quienes son cercanos y presenciales, ni excluye las discusiones entre ambos. Ahí está Glinka en San Petersburgo, después de 1830, reverenciando a Beethoven durante su primera audición de la Novena sinfonía; ahí está Debussy en París, a finales del siglo XIX, oscilando entre la admiración y el detestamiento por Beethoven. La multiplicación de los ejemplos construiría una página pintoresca llena de nombres ilustres: las obras impresas y la permanencia de una tradición hacen posible los consensos y disensos entre maestros y discípulos, pero es notorio que me he referido a una condición de relativa igualdad entre unos y otros, a la perspicacia que requieren los segundos para sutilizar la enseñanza de los primeros.

¿Qué ocurre cuando el discipulado es lerdo? Está el caso de los apóstoles y Jesús. Los Evangelios no dejan ver nada que alentara el optimismo del maestro: doce personas borrosas, perplejas ante los dichos y las acciones de su paciente y analfabeto guía, no dejan suponer la fundación de una Iglesia. Este fenómeno ocurre luego de Pentecostés (ya muerto el maestro), cuando el Espíritu interviene para regalar dones (llamas, carismas) a unos pastores y pescadores más bien cobardes e ignorantes.

De la misma manera en que un gran maestro es un garbanzo de a libra, también lo es un gran discípulo: la búsqueda de uno y otro recuerda a Diógenes tratando de hallar hombres justos con una lámpara bajo la luz del día. Al final, el discípulo tiende a convertirse en interlocutor y crítico de su maestro, no necesariamente en su continuador. Así deben entenderse las palabras de Witold Gombrowicz cuando dejó Buenos Aires para volver a Europa, hacia 1964: “¡Maten a Borges!”; es decir, no pretendió alentar la eliminación física de un escritor, sino la inteligencia para asimilarlo y superarlo literariamente, en el sentido hegeliano de la palabra.

Un buen discípulo reconoce el valor de un buen maestro (y al revés, cuando hay cercanía entre uno y otro). Los maestros pueden aparecer en los años del parvulario (a veces, los padres desarrollan magisterios, según el testimonio de Yourcenar) y algunos amigos, colegas y cónyuges ejercen esa función; algunos son personas cercanas y otros, lejanas, pero entrañables por su sabiduría; pueblan los desiertos cotidianos y, no obstante la separación, la distancia o la muerte, persisten con una incesante guía que alumbra los momentos de mayor soledad e incertidumbre con su obra, sus palabras o su ejemplo.

Felices quienes hemos gozado de esos magisterios en el momento en que enfrentamos el vértigo de enseñar y proseguir, así sea en los hijos.