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Testimonio provisorio del apóstata frustrado (II DE III)
Con albricias para nuestro Hugo querido,
que ha llegado a enriquecer la Academia Mexicana de la Lengua
Empecé a dudar de mis angustiosas certezas católicas, de la sangrante sinceridad del crucificado en cuanta parroquia visitaba, cuando cierta noche de verano en que jugaba con mis primos en el atrio de una iglesia mientras los adultos lloraban a un tío gachupín recién muerto, la viuda, la severa tía de mi madre en cuya casona se hacían las misas navideñas de la parte rica de la familia que oficiaban prelados altaneros, intentó obligarme a besar el anillo en la mano del “señor obispo”. Yo miré con incredulidad la mano que me ofrecía la sotana y miré lo que ésta albergaba. Vi un gordo enorme y calvo al que le sudaban los cachetes y me miraba con displicencia. A mí, que era un mocoso al que todo causaba náusea, me dio muchísimo asco pensar cuántas trompas embarraban de saliva aquella mano de gordo, así que me negué diciendo con toda insolencia que si yo ni a mi padre le besaba la mano, mucho menos a ese señor. Que el gordo sudoroso me pareció nauseabundo me lo callé, porque yo era insolente pero no estúpido. Tenía siete años, y ante la indignación del gordo y el eco iracundo de la tía, llamando a mi madre para que me metiera al redil, tomaron forma las palabras de mi abuelo paterno y masón, quien cuando me sorprendía rezando me decía (lo regañaba mi abuela, que esas no eran cuestiones para niños, le decía, pero él de todos modos soltaba aquello que a mí me sacaba el aire): “No reces pendejadas, hijo; mejor cuando crezcas sé un hombre de bien.” ¿Cómo, si siempre nos han dicho que para ser bueno se requiere la cercanía de Dios, se puede ser recto, honesto, cabal, sin derramar amor por el capo celestial? ¿No decían los curas de la escuela, los de la Iglesia del Cristo, o los de Santa Rita, a la que íbamos a oír misa los sábados en la noche, que no querer a Dios era un pecado terrible, rasgo de maldad, de vicio, y perdición tortuosa? ¿Cómo mi abuelo había llegado a viejo, a tener esa hermosa casa de ladrillos, esos perros felicísimos, ese montón de amigos y parientes que llegaban a las comidas dominicales, estando lejos de Dios y de la Virgen? ¿Por qué, si yo había leído el pasaje terrible de Abraham a punto de descuartizar a su hijo, el de la zarza ardiente, los de las plagas bíblicas, no me rostizaba en vida como la madre Trini, la monja de las Reparadoras que nos adoctrinó para la comunión, apercibía lo que habría de suceder a los pecadores o a quienes los solaparan? Entonces entendí que Dios, de existir, tendría cosas mucho más importantes que atender –digamos en esos años la guerra de Vietnam, la estupidez sin fin de Luis Echeverría, las puterías de María Schneider y Marlon Brando– que el escepticismo de un mocoso que vivía en Veracruz y alimentaba en el plexo la sierpe de la rebeldía. Y así, mi abuelo paterno, Andrés Luis Moch Pitiot, me hizo el inmenso regalo, el mejor de sus obsequios o herencias posibles: me enseñó a dudar.
Dudé, pero dudé con miedo, porque años de catecismo y educación confesional vaticinaban el infinito castigo al incrédulo: que Dios no admite tibios, que dice que los perdona y luego los condena a pagar sus pecados, emparrillados en brasero eterno. Así aprendí o me atreví a sospechar del dogma llenecito de remordimientos, angustiado, tragando penosamente la pelota de plomo del miedo que durante algún tiempo, por andar razonando blasfemias, dio en instalárseme abajito del duodeno: que Dios es un loco veleidoso, un fronterizo inconsecuente, casi un subnormal con alma de policía judicial o líder sindical mexicano, o la última expresión de la inmadurez emocional y con pésima tolerancia a la frustración, una como mezquindad de espíritu o una absoluta ausencia de templanza, más propia de politicastros e históricos dictadorcetes por aquello de “el que no está conmigo está contra mí”. Así cuál tolerancia, cuál amor al prójimo con todo y sus distingos, vaya.
Después de años de discusiones, diálogos y evidencias, mis padres se han distanciado del credo y yo puedo decir que desde una epifanía racional que experimenté hace como veinte años, soy feliz y sanamente ateo. Tuve y tengo buenos amigos en las filas de la curería, pero no permito que intenten siquiera devolverme al rebaño, si lo que he querido por décadas es salirme. Pero no saltar la tranca, sino obligar al clero a abrirla para salir con dignidad volitiva. La Iglesia católica en México adolece de la humildad necesaria para aceptar que aun quienes fuimos bautizados –sin pedírsenos opinión cuando recién nacidos– rechazamos lo que hoy representa o falsamente predica.
(Continuará)
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