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Chavela Vargas
en la Residencia de Estudiantes
Marco Antonio Campos
A Marcela Rodríguez
Invitado por Víctor Sandoval, entonces ministro de Asuntos Culturales de México en España, permanecí entre abril y junio de 1993 en la famosa Residencia de Estudiantes de Madrid, donde residieron alguna vez, entre muchos, una parvada de jóvenes llamados Luis Buñuel, Federico García Lorca, Salvador Dalí, Pepín Bello, o asiduos, como Rafael Alberti y Jorge Guillén… Gracias a las negociaciones de Sandoval con el Ministerio de Cultura Español, pude dar conferencias sobre poesía y literatura mexicanas en universidades e institutos de Madrid, Barcelona y Santiago.
Debe haber sido en mayo cuando la conocí y empecé a tratarla. Me la presentó mi querida amiga de los años de primera juventud Marcela Rodríguez, quien traía orgullosamente el CD de su primera ópera, el cual me lo regalaba, me lo pedía prestado, me lo devolvía, me lo volvía a quitar… Marcela acompañaba a Chavela como una de los dos guitarristas; el otro era un gordo bonachón y simpático, fan del futbol, quien, si mal no recuerdo, se llamaba Óscar Ramos. En aquel 1993, Chavela cantaba en un pequeño teatro madrileño en donde cabrían unas noventa o cien personas. No eran en su regreso aún las multitudes. Desgarrándose, dejaba el alma y el cuerpo en cada canción. Había ciertos tonos que no alcanzaba, y entonces hablaba como si siguiera cantando, y parecía que seguía cantando. El movimiento ondulante de sus brazos y de los músculos faciales concordaba perfectamente con la voz.
Vetada Chavela en México por muchos años, la había contratado, o si se quiere mejor, descongelado, no una compañía de espectáculos ni una disquera, sino un librero español (Manuel Arroyo). Al principio, Chavela desconfiaba mucho de él: “Me ha ido tan mal con los representantes que me volví desconfiada. La mula no era arisca, la hicieron.” Cuando le pregunté sobre esto a Marcela, le quitó toda importancia: “Claro que no. Arroyo ha actuado todo el tiempo de buena fe.” Y era cierto. A sus setenta y cuatro años fue el principio de la segunda vida musical para Chavela.
La muerte reciente de Chavela me hizo recordar las semanas compartidas en la Residencia: sus recuerdos maliciosos del Acapulco de oro de los años cincuenta con las estrellas hollywoodenses (Ava Gardner, Elizabeth Taylor, Rock Hudson); su enorme cariño por José Alfredo Jiménez como amigo, a quien admiraba como a nadie por las letras de sus canciones y por la facilidad con que las hacía; sus guarapetas fenomenales en las que aseguraba haberse acabado, o casi, las reservas de la casa Sauza; sus reticencias con Pedro Infante (“era muy mujeriego”, decía desdeñosa, sí, Chavela ¿y qué más?: “era muy mujeriego”, repetía.
De cuerpo menudo, de color de piel moreno fuerte, cabello blanco, me asombraba su eléctrica vitalidad. Conversábamos sobre todo en el comedor después de los desayunos. Digresiva, a veces deshilvanada, tenía en su conversación momentos mágicos. Encantado ante sus historias, hicimos una entrevista, que salió pocos meses después en el suplemento de la revista Siempre! Cuando la vuelvo a leer no dejo de divertirme o conmoverme con las historias. Hay una en especial que me toca. Quizá valga la pena reproducirla con las palabras de la propia Chavela: “Voy a contarle –me dijo– una historia rara y triste. Estaba cantando en México en un centro nocturno. Un disco mío acababa de salir y estaba de moda: La negra María. De Colombia llegó una familia a México. Habían dejado en su país a una hija muy enferma que iba a cumplir quince años. La niña andaba vuelta loca con la canción. Los padres habían enviado una serie de análisis de la niña a Houston y su siguiente escala era allá. La pareja fue al cabaret donde yo cantaba, y estando allí, llegó un achichincle con un sobre. Eran los resultados de Houston. Lo abrieron y leyeron el diagnóstico: leucemia. Salieron del cabaret como locos y se fueron al hotel. Telefoneó el padre a Colombia y habló con la niña y la niña le dijo que sólo pedía que Chavela Vargas fuera a su casa y le cantara ‘La Negra María’. Los padres se comunicaron conmigo y me preguntaron si podía estar en los quince años de la niña. Ya no tenía ningún sentido ir a Houston. Podrá imaginarse cómo me sentí. Casualmente a los dos días me telefonearon de Colombia para invitarme a trabajar. Me comuniqué al hotel con el padre de la niña para informárselo. La primera noche en Colombia fui a su casa y le hablé a la niña y la besé y jugué con ella. Me pidió que le cantara ‘La Negra María’. Todo mundo salió del cuarto y me quedé allí con Rojitas, el guitarrista, pero ni yo podía cantar ni él podía tocar. Se me atoró la canción en la garganta. La niña me insistía que cantara esa parte de: ‘Ya nunca, Negra María, tendrás quince años.’
Me despedí de la familia y llegué a Medellín y luego a Cali. Estando allí, el 31 de diciembre recibí un telegrama que la niña dictó antes de morir: ‘Me voy al cielo. Te voy a hablar de allá.’”
Desde antes de su arribo a Madrid, Chavela era un mito, y cuando llegó empezaron a visitarla figuras españolas, como Almodóvar (quizá el que más), Joaquín Sabina y María Dolores Pradera, pero un mes más tarde era tal la romería en torno de ella que era imposible una plática.
Poco antes de mi vuelta a fines de junio –ella se quedaría, creo, aún un mes– la veía tan contenta que cuando la saludaba le decía Doña Felicidad; era del todo otra a la que llegó; en una entrevista que le hizo por esos días para las páginas culturales de La Jornada un exalumno, el reportero Gerardo Jiménez, Chavela me citó diciendo que estaba tan contenta que yo le decía Doña Felicidad.
Hace unos ocho o diez años me la topé de casualidad frente al restaurante del hotel María Cristina. Iba rodeada de un corro de jóvenes. Sonreía. No dejaba de sonreír. Dudé en acercarme.
–Chavela –le dije–, soy Marco Antonio Campos. Nos vimos a menudo en la Residencia de Estudiantes de Madrid en 1993. Te hice una entrevista.
Se me quedó viendo unos instantes a la cara como diciendo: “¿Quién será éste?” Siguió caminando y se alejó. Seguía sonriendo.
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