Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de abril de 2012 Num: 891

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

En la colonia astral
Aristóteles Nikolaídis

La verdad sobre
Sancho Panza

Ricardo Bada

Un escritor llamado Groucho Marx
Ricardo Guzmán Wolffer

Artemio Cruz, antes
de la última batalla

Antonio Valle

Carlos Fuentes: libros
y convicciones

Paula Mónaco Felipe entrevista
con Carlos Fuentes

Aura o el deseo de sí
Antonio Soria

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rolando el Negro Gómez

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Verónica Murguía

Acerca de la noche

Nunca he dormido bien. De niña, en la casa a oscuras, cercada por los fantasmas que agobian a todos los escuincles que en el mundo han sido, me revolvía entre las sábanas mientras mis padres y mis hermanos dormían el sueño de los justos. Invisible para ellos, me cercaba una variopinta turba salida de las películas clase B: bajo la cama acechaba un zombi con una mano peluda y, por excepción, velocísima; dentro del clóset, entre el uniforme de deportes y los suéteres, nos miraba el monstruo de la Laguna Negra, con su blanda facha de mojarra. Adherido a la ventana, el vampiro Karol de Lavud, es decir Germán Robles, se lamía los colmillos con gesto voraz. En las películas, el conde Karol vivía en haciendas morelenses, dato que me espantaba más que cualquier hecho vampírico de un Drácula que vagara por Londres o Rumania.

Sigo con la enumeración de los villanos que poblaban la casa en las noches: en la cocina, un ladrón con antifaz y traje a rayas se robaba las latas de duraznos, al tiempo que una extraña creación de la cinematografía vernácula, la Momia Azteca, caminaba con la torpeza distintiva de los muertos revividos, sacudiendo las ramas de los rosales sembrados por mi madre en el diminuto jardín de la casa familiar.

El peor era la momia. Se llamaba Popoca, y lo que me daba risa de día –Popoca, popó-caca y babosas derivaciones de este tipo– me erizaba los pelos de noche. Popoca había sido novio de Rosita Arenas cuando, en una reencarnación anterior, fue sacrificada en un altar maya (las precisiones históricas les eran tan ajenas a los guionistas de la película como a la niña de ocho años que fui). Recuerdo que la heroína evocaba su pasado mirando un aparatito en el que una espiral pintada sobre un cartón giraba y giraba. Olvidé cómo resucitaron a Popoca, pero no que usaba un pectoral de oro. El malo era el doctor Krupp y el bueno un señor enmascarado y panzón cuyo nombre de batalla era El Ángel.

Con este elenco me amanecía. Mi padres jamás me aceptaron en su cama y mis hermanos tampoco, así que no me quedaba más que esperar, cansada y aturdida, a que amaneciera.

Sigo igual. Los miedos han variado, pero apenas se apagan las luces, comienza el desfile de preocupaciones, hipocondrías y terrores. Afectivas, laborales, nacionales. No me consuelan los libros, pues a esa hora no entiendo nada. Y la noche es el ámbito natural de la lectura y la escritura, por lo que además me siento una inepta.

Una de las reflexiones sobre la noche que más me ha gustado es la que escuchamos en febrero de 2005, leída por el escritor Christopher Domínguez en ocasión del Premio Villaurrutia que le fue concedido por el libro Vida de Fray Servando. Cito:  “He sido educado en una tradición que concibe la lectura y la escritura como aquello que ocurre, fatalmente, en la biblioteca y durante la noche, en ese momento en que entramos en comunicación con los escritores muertos, cuando la vida se manifiesta en esa vasta y laboriosa necrópolis que componen las literaturas.”

Esta elaboración del tema quevediano del diálogo con los muertos ofrece además la imagen de la laboriosa necrópolis, tan bulliciosa como las tradiciones literarias a las que nos acerquemos. Imaginé una escalera de Jacob por la que subía o bajaba el escritor solitario con el libro en la mano, atravesado por el soplo de los muertos; una ventana abierta a la noche y a los libros, oscuridad surcada por los relámpagos del pensamiento.

Tantos otros, nuestros mayores, han escrito sobre la noche y desde la noche, alumbrados por la luz vacilante de las velas: un ejército afanoso, atormentado o alegre; leyeron libros copiados a mano, páginas sueltas, pergaminos. Escribieron con cálamos, varitas, plumas de ganso que había que afilar con un cuchillo. La cama solía estar infestada de pulgas y la noche era más negra que la nuestra.

En imitación del poema de Auden dedicado a los poetas medievales, uno quiere saber “…¿cómo pudieron/ sin anestésicos o drenaje/ con el peligro cotidiano de las brujas, hechiceros/ leprosos, la Santa Inquisición/ mercenarios forasteros/ que iban quemando todo a su paso/ cómo pudieron ustedes, escribir con regocijo/ sin pucheros de autocompasión?”

Quiero imitarlos, pero no puedo. Pero me queda consolarme con los versos que compuso Lope, precisamente, a la noche: “Que vele o duerma, media vida es tuya:/ si velo, te lo pago con el día,/ y si duermo, no siento lo que vivo”.