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Una temporada como profesor universitario
Para Omar Martínez Verde
Desde hace más de una década imparto cursos y talleres de literatura; estoy acostumbrado a que la mayoría de los asistentes tengan interés en el tema que expongo y reflexionen de manera crítica sobre el mismo. Nunca he considerado que mis cursos son “clases”: son espacios para discutir, para estar o no de acuerdo respecto a una idea o experiencia; son lugares en los que trato de que, en grupo, encontremos respuestas, pero sobre todo preguntas formuladas desde una posición de búsqueda continua. He impartido estos cursos en diversos lugares: institutos culturales, centros penitenciarios, museos y comunidades marginadas, pero nunca había impartido “clases” en una universidad, nunca, hasta hace unos meses. He de adelantarles que ya no soy profesor universitario; mi meteórica carrera como tal duró apenas cuatro o cinco meses, pocos días de clase, muchas suspensiones por motivos de diferente índole: asistencia obligatoria de los alumnos a conferencias, funciones de circo y lucha libre, festivales o días de asueto. De noventa alumnos sólo algunos tuvieron la extraña costumbre de poner atención. Cuando pregunté cuántos de ellos sabían en qué consistía el movimiento de los “Indignados”, la mayoría, siempre despistada, buscaba en Google la respuesta como si fuese una adivinanza. Fui más allá: “¿Qué quieren en la vida?” Muchos respondieron: “Dinero y poder.” En su actitud no había ni un gramo de rebeldía sino ignorancia e indiferencia, que son las hijas del desamparo bajo el que han estado generaciones y generaciones de estudiantes, jóvenes desorientados, buscando en el estudio una zona de esparcimiento o de la prolongación de su etapa juvenil para no trabajar y seguir recibiendo una beca familiar. Pocos estudiantes me parecieron sobresalientes, acaso cinco (los mismos que “sabían escribir y leer correctamente”), conscientes no sólo de una trágica circunstancia social, sino de un urgente cambio que podría provenir de su desempeño educativo. No quiero aderezar esta queja con el asunto del salario (casi ochenta pesos la hora clase), eso lo dejo para otro día.
¿Qué Universidad? una pública, en provincia; no digo el nombre porque no creo que haya mucha diferencia en el sistema educativo mexicano, sólo basta decir que, aunque no era una carrera relacionada directamente con la literatura, era una licenciatura del área de humanidades.
El “azar burocrático” programó un horario monacal para el siguiente período que me obligaría a despertarme a las 5 de la mañana para impartir seis horas continuas de la misma materia (sin descanso). Ese día, casualmente, conocí a mi superior y, mientras firmaba mi renuncia, comprendí que los caminos de la educación en México se truncan frente a la tragedia nacional. “Es hora de inventar nuevos caminos”, me dije mientras salía de la escuela, con un renovado aire de libertad.
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