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El tango se respiraba en el Buenos Aires de los años cuarenta. Las letras de Hugo del Carril, Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo retumbaban por las esquinas. Aníbal Troilo, Juan DʼArienzo y Francisco Canaro recorrían teatros y clubes de barrio con sus orquestas típicas en bailes a los que nadie quería faltar. Carlos Fuentes, entonces un adolescente de quince años, perseguía el ritmo cadencioso, melancólico y seductor del dos por cuatro. “Me convertí en hincha de Pichuco (Troilo) y lo seguí por bares de La Boca. Donde tocaba él yo iba porque me encantaba el tango. Y las muchachas me enseñaron a bailar bastante bien.” Un año apenas vivió en esa ciudad que lo deslumbró con sus trasnochados arrabales pero también con aires europeos, opulencia y literatura. No fue un año cualquiera: en lugar de ir a la escuela, Fuentes anduvo por calles, cines y barrios porteños. Fue su primer año de libertad y le dejó huellas. |
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Carlos Fuentes:
libros y convicciones
entrevista con Carlos Fuentes
Paula Mónaco Felipe
–Vivió en Buenos Aires en 1943?
–Sí, cuando trasladaron a mi padre a la embajada de México en Buenos Aires fui con él. Yo quería seguir mis cursos pero me encontré con una escuela muy filonazi, a favor de Hitler y del Eje. Yo venía del México de Lázaro Cárdenas, del Estados Unidos de Roosevelt, de Chile y el Frente Popular, y de repente me zampan en esa escuela. Le dije a mi padre: “no soporto esto, vengo de otra manera de pensar y hacer y esto me repugna totalmente”. Mi padre, bendito sea Dios, me dio la razón y me dijo: “pues no hagas nada, tienes quince años, dedícate a descubrir Buenos Aires”. Y a eso me dediqué, no fui a la escuela, llegué un año atrasado a México pero gané mucho.
–Eran tiempos del esplendor del tango, era muy popular.
–Era una gran era del tango, el ritmo estaba en la ciudad, le pertenecía y yo me entregué a Buenos Aires a través del tango. Pero también fui a la ópera; mi madre me dijo: “tienes que ir”, porque allí estaba el Teatro Colón. Me impresionó, aprendí óperas de memoria que todavía me sé. El año mío en Buenos Aires fue un año que me formó mucho. Todo el tiempo lo forma a uno, cada lugar donde está, las escuelas que conoce, los lugares a donde va, los libros que lee, todo lo va formando, pero la formación personal que me dio Buenos Aires es incomparable. Era yo chino libre, andaba suelto por la ciudad.
–¿Y qué huellas le dejó?
–Me marcó enormemente porque, por ejemplo, iba yo a la librería El Ateneo y descubrí a Sarmiento, a Borges, a todos los grandes autores argentinos. Hasta me eché la Juvenilia, de Cané. Leí toda la literatura argentina porque me sentía abierto a todo el conocimiento del país a través de su literatura, de su música y de su cine. Vi muchísimo cine argentino; pregúntame lo que quieras de esa época. Iba diariamente al cine, era mi escuela.
–¿A quiénes conoció?, ¿cuál era su mundo allá?
–Yo no trataba con nadie, era un joven adolescente muy solitario que sentía la compañía de Buenos Aires y no tuve tiempo de hacer amigos. Vivíamos en el centro, en Callao [dice “Cashhhao”, arrastrando el sonido], y de ahí salía a mis migraciones diarias que me hacían sentirme libre, hombre, persona. Me exponía a los placeres y a los peligros de una vida solitaria y hermosa, de libros, cine y tango. Me enamoré de la ciudad.
–Dice que allí descubrió a Jorge Luis Borges. Lo ha elogiado mucho, ha dicho que “sin él la literatura latinoamericana prácticamente no existiría”, pero también que fue “un idiota político”. ¿Me explica su postura?
–Era un buen escritor, no cabe duda. Vino a México, buscó verme y yo me negué. No quise verlo porque quería mantener la imagen del escritor a quien admiraba y no del hombre político con quien no estaba de acuerdo porque felicitó a Johnson por la invasión a República Dominicana, era partidario de Pinochet, unos horrores. Con ese hombre político, que tenía derecho a hacer lo que quería, no tuve el menor contacto. Mi contacto con Borges fue estrictamente la lectura de sus libros y ahí debo decir que se dio cuenta de que la cultura en español no es solamente castellana o cristiana, sino que tiene una enorme carga árabe, musulmana y judía. Llevó estos temas a la literatura latinoamericana, donde no estaban antes.
–¿Se puede separar al escritor como profesional del escritor como persona? ¿Puede valorarse una obra independientemente del ser humano que la produce?
–Absolutamente, y pasa todo el tiempo. Louis Ferdinand Céline revolucionó la novela francesa, que era muy académica; le dio un vigor de lenguaje popular, macabro, lépero, extraordinario, y era un fascista, un partidario de los nazis, un antisemita espantoso. Quevedo era un hombre muy reaccionario, un lambiscón de los reyes. Terrible políticamente, ¡pero qué escritor! No escribiríamos en español sin Quevedo.
–De que se puede, se puede, pero ¿es bueno hacer esa separación?
–No sé, pero se da mucho. Creo que al escritor hay que juzgarlo por su obra más que por sus opiniones, porque las opiniones cambian y la obra permanece. No sé cuántos escritores antes del advenimiento de la prensa escrita le debían la vida al poder público. ¿Qué hubiera hecho Velázquez sin la protección real? No hubiera pintado nada, hubiera sido un caricaturista apenas. Shakespeare dependía mucho de la corte isabelina.
–Durante esa breve estancia en Argentina también vivió el pre-peronismo. En su texto a propósito de Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, relata cómo conoció a Eva Duarte por medio de sus radionovelas. Es un personaje que no le causa simpatía, ¿verdad?
–No es cuestión de simpatía; me parecía ridícula. Yo oía sus radionovelas y me atacaba de la risa. “¡Maximiliano, Maximiliano que me vuelvo loooca!” ¡Las películas! Hizo unas películas espantosas. Tenía genio político, sabía manipular la política, dirigirse a las masas y ser la compañera ideal de Perón, pero ella como actriz era bastante ridícula, y hay un elemento de extrañeza porque, además, muere a los treinta y dos años, tiene una vida muy corta y una influencia muy larga. Es muy difícil juzgarla porque hay dos facetas de ella, una actriz muy mala y la mujer de Perón. Son dos Evas distintas.
–Y usted, ¿cómo definiría su propia postura política? ¿Cuál es su ideología?
–Yo pertenezco a una izquierda, centro izquierda digamos. Creo que estoy ahí. Usted me dirá que no, pero yo me sitúo así.
A sus ochenta y tres años, Carlos Fuentes nada cada vez que puede, camina y sigue trabajando diariamente, de 8 a 13 horas. “Donde quiera que estoy, no dejo un día sin paginita, ni uno.” Elogia la disciplina y la asocia directamente con el éxito: ¡Conozco tantos escritores mexicanos que hablaban de libros que iban a escribir y se quedaron en el café o la cantina!
–Este año se cumple medio siglo de la publicación de Aura y La muerte de Artemio Cruz, dos de sus libros más destacados. ¿Qué tan vigentes están?
–Creo que si es buena literatura es vigente siempre. El Quijote no envejece, y no me comparo con Cervantes, pero la buena literatura no envejece.
–Pensando en La muerte de Artemio Cruz, ¿al país lo ve más, menos o igual de corrupto?
–Corrupto siempre ha sido. No hay revolución que no sea corrupta, no hay régimen que no lo sea en cierto grado. La corrupción es inevitable para el desarrollo, para el progreso, y pasa en Estados Unidos, la Unión Soviética o México, donde quiera. Eso no me llama la atención, y sin corrupción pues no escribiríamos buenas novelas, fíjese.
–En ese libro muestra cómo personas vinculadas con la Revolución perdieron sus ideales. ¿Con el paso del tiempo el ser humano va perdiendo sus convicciones?
–Así es. Es muy difícil mantener una serie de convicciones políticas y morales a lo largo de la vida, es algo que no pasa. A la gente que las mantiene la considero muy admirable, porque generalmente la gente sucumbe, se acomoda, y eso nos permite escribir novelas. Si no hubiera todo eso, ¿de qué escribimos? Y además, ¿quiénes son los personajes interesantes? Los villanos, los malos son los que quedan, no los héroes. De manera que ahí estamos, en un mundo de contradicciones que permiten la literatura. Quizás no permiten la felicidad, pero la literatura sí.
–En México aumentan las novelas sobre el narcotráfico. ¿Es banalizar el tema o es una opción válida?
–Es muy justo. Hubo muchas novelas y películas que trataron la prohibición del gangsterismo en los años veinte y treinta de Estados Unidos, es normal. Hubo un momento en que la novela latinoamericana tenía una temática específica, la Revolución mexicana y la postrevolución en dos grandes novelistas, Yáñez y Rulfo. Luego la vida urbana, sus quebrantos y tratar de entender el pasado. García Márquez, Vargas Llosa, yo mismo, tratamos mucho el pasado para comprender dónde estamos. Pero a los jóvenes ya no les interesa eso; les interesa escribir novelas de actualidad y lo que está pasando hoy es muy variado. De México a Buenos Aires, para los novelistas hay un mundo novedoso y diversificado. Ya no es posible decir: “Este es el camino de la novela latinoamericana.” Hay muchos caminos.
–Usted ha tenido una obra prolífica, ha recibido muchos premios, ha escrito varias películas y hasta una ópera. ¿Qué le falta?
–Ser cirquero yo creo, lanzarme de un décimo piso con un paraguas o algo así.
–¿No tiene pendientes?
–Siempre. Y el pendiente mayor es el dolor por la gente que se ha ido, el sentimiento de pérdida que nada lo compensa. Yo perdí a mis dos hijos, los tengo muy presentes cuando escribo, siempre estoy diciendo: “esto dirían ellos” o “no me permitirían decirlo”. Empieza uno a vivir con la gente que quiere del pasado, no sólo los hijos. Padres, amigos, mucha gente lo va acompañando a uno hacia el final.
Fotos: Carlos Cisneros/ archivo La Jornada
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