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Rolando el Negro Gómez
Luis Alberto Spinetta y el templo de la música
Debe haber sido el año 1970 o 1971; no recuerdo muy bien. Tampoco recuerdo si era invierno o verano, aunque en las imágenes de mi memoria no aparece el agobiante calor.
El segundo tucumanazo estaba en preparación, sin que ninguno de nosotros lo supiera. Desde el poder nos comenzaban a hablar del Gran Acuerdo Nacional, pero muchos ya sabíamos que era una trampa más. A pesar de que éramos, al fin y al cabo, jóvenes casi niños, buscábamos nuestras propias alternativas, políticas y culturales.
Respecto a estas últimas, presentíamos que la propuesta del folclor tradicional, tan querido y respetado en la provincia, no era suficiente. No eran tiempos de cantarle a la luna y las estrellas. Presentíamos que el folclor había sido secuestrado por el poder; por la dictadura militar. Es tal vez por eso que los jóvenes preferíamos aquella otra música, aunque nos dijeran que no era ni nacional ni popular, sino “extranjerizante”.
Alejandro Medina ya por entonces vociferaba “vacaciones por un día sin cobrarme…”, y nosotros sabíamos exactamente de qué hablaba. Ya muchos de nosotros habíamos tomado esas “vacaciones”. No lo decía al ritmo de chacarera, pero la amenaza nocturna era real, y la conocíamos. Aunque la música sonara extranjera, presentíamos ya entonces que el arte no conoce fronteras, y esa música era también de nosotros.
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Y luego apareció el lonplei con la figura del hombrecito triste con turbante rosa. Todo el mundo lo quería tener. No todos podíamos comprarlo, así que a veces pasaba de mano en mano. Íbamos a clase con el lonplei bajo el brazo, protegido cuidadosamente entre la regla t y el tablero de dibujo. Lo llevábamos a la casa del Loco González, que tenía un Winco nuevito con la púa siempre chalita, para no dañar el disco. A veces salíamos al centro con sólo el lonplei entre las manos, para que todos lo vieran. Para que todos vean que uno lo escuchaba. Era como una especie de pronunciamiento público. En esa época nadie imprimía remeras con consignas. Si las hubiera habido, hubiéramos vestido una remera que dijera “somos seres humanos, sin saber lo que es hoy un ser humano…”
Y entonces, Almendra vino a Tucumán.
El concierto se hizo en el viejo club de básquet Estudiantes, en Rivadavia al 900. Aunque pequeño, la cancha era ya entonces techada. Sacaron el aro del lado norte y armaron allí un precario escenario con tablones de madera. Pusieron sillas plegables en el piso de cemento de la cancha, y habilitaron una sola tribuna para el público del lado este. Pocas luces. Sólo algunos spots con filtros de colores.
Yo pude entrar entre los primeros y ocupé con mi hermano una de las sillas plegables frente al escenario. Me contaron luego que cuando las pocas sillas y las tribunas estaban ya llenas, la cola de jóvenes queriendo entrar daba vuelta a la esquina de la Avenida Sarmiento. Los que habíamos alcanzado a entrar ya disfrutábamos de las preparaciones en el escenario. Edelmiro templando la guitarra, el equipo técnico ajustando el sonido; Almendra en el escenario.
Los idiotas de la administración del club Estudiantes decidieron entonces cerrar el portón de ingreso al club. Habían llenado su bolsa con entradas y no les importaba nada más.
Los jóvenes tucumanos que quedaron afuera no lo pensaron dos veces. Con la experiencia previa de un tucumanazo y varias barricadas, sabían muy bien cómo derribar un portón alambrado, y lo hicieron. En pocos minutos el público dentro del club se duplicó, entre gritos de alegría y saludos solidarios a los recién llegados, conocidos o no.
La respuesta tardó algunos minutos, pero llegó: un numeroso pelotón de panzones “antidisturbios”, defensores de las tradiciones nacionales, entró al club a la carrera y rodeó al público joven, preparando amenazadoramente sus pistolas de gases lacrimógenos y sus temibles Itacas calibre 12.
Durante unos segundos hubo pánico. Luego, de a poco, surgieron de entre la multitud los silbidos de repudio y surgió un crescendo de conocidas consignas: “sevacabaar, sevacabaaaaar, ladictaduramilitar…”. Los puños en alto se agitaban como en las barricadas.
De pronto, el Flaco Spinetta agarró uno de los micrófonos, todavía ni siquiera ajustado, y con sonido de feeback todos escuchamos palabras que me acuerdo casi textualmente, a pesar de que pasaron tantos años: “Desde el momento en que Almendra entró a este lugar, este recinto se ha transformado en un Templo de la Música. Y en el Templo de la Música no está permitida la violencia ni el despliegue de armas. Les pido a esos señores de azul que se retiren, para que podamos comenzar a tocar…”
Las dos horas que siguieron a aquellas palabras fueron un mágico aquelarre de arte y libertad.
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