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Aura o el deseo de sí
Antonio Soria
Lo dijo el propio Carlos Fuentes: “Aura es mi novela emblemática del tiempo y del deseo” y, como es de sobra conocido, mucho antes de que el autor diese esta definición tan sucinta como explícita, e incluso antes de haber escrito en torno a la génesis de la que habría de convertirse en una de sus obras capitales –definición necesariamente osada tratándose, como se trata, de un opus literario que abunda en insoslayables–, este relato de precisión explosiva, novela-relámpago, narración-latigazo, había suscitado ya unanimidad en torno a la certeza de hallarse, como los siguientes años se encargaron de corroborar, ante un clásico de la literatura mexicana que accedió a tal condición prácticamente tan pronto como la primera edición salió de la imprenta.
Cinco décadas después de su primer bautizo lector, no se cuentan por miles, ni por decenas de miles, sino por generaciones enteras a los lectores que hoy, como en 1962, ven ceder su voluntad y su noción convencional de realidad ante el vértigo de incredulidad vencida que gobierna y define a Aura desde la primera y hasta la última línea. Creada en los tiempos literarios del llamado boom latinoamericano y del realismo mágico –conceptos igual de traídos, llevados, enarbolados y negados–, la novela tuvo desde siempre los atributos suficientes para trascender el momento, circunstancialmente favorable, en que fue dada a conocer.
¿Quién, que se considere lector –no se diga incluso buen lector–, desconoce la historia que se cuenta en Aura? A menos que suceda lo mismo que con otras obras llamadas “clásicas”, más referidas y mencionadas que leídas, puede considerarse de dominio común el pequeño y autónomo universo compuesto por el quinteto de personajes que entran en juego aquí: el joven profesor e historiador Felipe Montero; el general Llorente, muerto hace muchos años; su viuda, la anciana Consuelo; Aura, la jovencísima y hermosa sobrina de ésta y, de modo preponderante, la vieja casa marcada con el número 815 de la calle de Donceles en el centro de Ciudad de México.
Sabe, pues, el lector cuál es el desenlace de esta historia que mezcla sin retorno posible pasado y presente; conoce, porque la experimentó con Felipe Montero, la renuncia a las categorías racionales básicas a cambio de la consumación del deseo; y no ignora, por supuesto, la subversión que, a nivel múltiple, plantea Fuentes en la síntesis impresionante de los menos de cien folios que Aura ocupa: la ya mencionada subversión de la linealidad cronológica; subversión del cometido formal que se espera de la fe religiosa; subversión, a través de una fascinación insuperable, de las posiciones relativas supuestamente obvias entre deseo y repulsión; y subversión, en fin, de las categorías que también se suponen lógicas de contexto, materia, realidad…
Visitar la propia casa
Igualmente sabido es que decenas de cientos o miles de páginas se han escrito sobre Aura, interpretándola, explicándola, profundizando en su complejidad de engañoso rostro sencillo. Sin desmedro de la validez de aquellos ríos de tinta, estas líneas quieren enfatizar la relevancia del que quizá sea, de los cinco mencionados, el personaje menos atendido: la casa situada en Donceles 815, donde –fuera del brevísimo lapso inicial, antes de que Felipe Montero se presente en ella– toda la historia se desarrolla.
Como bien han apuntado muchos, la casa es a la vez residencia de la magia –esa variante de la subversión– y espacio propicio para vivir, como la anciana Consuelo, en un tiempo detenido o al que ella busca detener. Añádase a esta perspectiva un factor psicológico, cuya universalidad puede explicar la vigencia literaria de Aura medio siglo más tarde: si la Casa es arquetipo que manifiesta, materialmente, el estado mental de sus habitantes, aquí Montero sustituye, uncido a la belleza de los ojos –ventanas del alma– de Aura, su propia psique de “historiador joven, escrupuloso, ordenado”, por la que le es ofrecida en Donceles 815: ámbito hurtado a la temporalidad que, por ajeno, debería suponerse inviolable pero que desde un inicio no lo es, como queda de manifiesto en las puertas de la Casa –“ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes que todas son puertas de golpe”–, así como en la manera en que Montero la habita: renunciando sin mayor resistencia a una remota y anónima casa de huéspedes donde había vivido hasta ese momento –una suerte de estado provisional de su propia mente–; recorriendo completa esta nueva-vieja Casa como no lo hacen la anciana ni Aura; acomodándose sin remilgos a las costumbres inveteradas de aquéllas; descubriendo patios y presencias que sólo para él son reales; pero sobre todo, y a través de la carne de Aura-Consuelo, poseyendo el espacio, penetrándolo, que es decir re-integrándose, tomando posesión de sí mismo, como bien sabe el lector que ocurre al final, cuando Montero se reconoce en uno de los viejos daguerrotipos que integran los legajos del fenecido –aunque ahora sepamos que no es así– general Llorente.
“Dar dentro de sí mismo un salto tan fuerte, que termine en los brazos del otro”, decía Cortázar en una obra publicada sólo un año después de Aura: eso precisamente puede afirmarse que sucede con Montero-Llorente y Aura-Consuelo, entregados, uno sin saberlo a ciencia cierta y la otra con la absoluta conciencia requerida para guiar a ambos, al encuentro con ese Otro que siempre termina siendo el mismo.
Efectivamente, amor y deseo más allá de la vejez y la muerte son las primeras claves de la contundencia temático-formal de esta enorme pieza narrativa, pero bajo esos signos, de suyo poderosos, fluye el rumor aún más fuerte del torrente donde navega otra búsqueda fundamental: la de la identidad propia, y el símbolo de ésta es la Casa inserta en pleno centro bullicioso de la ciudad pero al mismo tiempo silenciosa, separada y distante; capaz de albergar a un tiempo floración vital y decadencia, erotismo puro y decrepitud; hecha de recintos oscuros y tragaluces repentinos; sede dual de la realidad que ofrecen los sentidos, pero también de esa otra que elaboran las ideas, sin que muchas veces pueda determinarse –lo sabe cualquiera que alguna vez a sí mismo se haya visitado– cuál va primero.
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