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Guadalajara xxvii (III Y ÚLTIMA)
El mexican curios descerrajado por el realizador estadunidense Tom Gustafson, que ganó el Mayahuel correspondiente a Mejor Largometraje de Ficción Mexicano, por desgracia y para más desdoro de dicha sección competitiva no fue la única cinta cuyas características la hacían más digna de ocupar, por ejemplo, las pantallas tembleques de los autobuses México-Pachuca, y no las de un festival que gusta de pensarse y vivirse como el más importante en el ámbito iberoamericano. Uno se siente impelido a especular una de dos –o ambas–: primero, si esto fue lo que eligieron de un universo de cuarenta y cinco, ¿cómo estará lo no seleccionado?, y segundo, ¿serán las diferencias –de concepción, factura, intención, etecé–inexplicablemente abismales entre unos y otros filmes la constante y, por lo tanto, parte fundamental del diagnóstico aplicable al cine mexicano de ficción? He aquí un par de muestras:
Vampiros chinos de ojos redondos
Casi no hay competición cinematográfica mexicana que se prive de ofrecer una película que reclama suyo, como diría Monsiváis, “el monopolio del fracaso”. Esta triste forma de alcanzar notoriedad, en función del indeseado antiprivilegio de ser considerada la peor cinta de cuantas concursaron, le cupo completo a Sangre de familia (2011), segundo largometraje de ficción del capitalino Eduardo Rossoff –autor, hace doce años, de Ave María.
La cama |
Coproducida con Rigoberto Castañeda, dirigida y escrita por el propio Rossoff, esta Sangre… da testimonio de cuán improbable puede llegar a ser que intenciones y resultados arriben a una misma coordenada del espaciotiempo. Es diáfana la intención primera del filme: contar la historia de amor entre Alejandro –Shalim Ortiz– y Yolanda –Liz Gallardo–, pero de inmediato la sencillez resulta traicionada por lo que, ciento seis minutos después, acaba manifestándose como una banda sinfín de truculencias indigeribles, entre las cuales cabe destacar: Yolanda se alimenta de sangre humana, condición que le concede vida matusalénica tanto a ella como a su hermano –Raúl Méndez– y todo como consecuencia de que a uno de sus antepasados un día le cayó un rayo que no lo mató pero lo convirtió, por así decirlo, en un vampiro sin colmillos. Aunque sus ojos sean redondos como lunas llenas y sus pieles luzcan claramente mestizas, resulta que estos hermanos son descendientes directos de chinos y, para más barroquismo, de chinos mafiosos que arrastran rencillas viejas y venganzas pendientes…
Rebautizada por el desagrado como Crepúsculo mazatleco –pues todo sucede en Mazatlán–, la cinta padece defectos de crasa elementalidad: actuaciones de maniquí, diálogos de cursilona tiesura insuperable –“es el destino el que se encargó de reencontrarme con él”–, subtramas inanes, efectos visuales más chistosos que impresionantes, así como una lamentable tendencia al humor involuntario, cuya máxima joya es como sigue: Alejandro y Yolanda están horizontales y paralelos, convenientemente desnudos, concentrados en la consumación de su amor carnal, y justo cuando él está a punto de penetrarla, ella le dice: “no sabes en la que te estás metiendo”…
Lesbianas sesenteras y condones sin chiste
Eso sí, Sangre de familia tuvo –y no fue poca ni débil– seria competencia cuando se trató de consensuar cuál sería el peor de todos los largos mexicanos de ficción. Se apuntaron, con argumentos de contundencia inobjetable, al menos dos producciones:
La noche de las flores (2011), producida y dirigida por Adrián Burns a partir del mítico guión jamás filmado de su ancestro, el fallecido cineasta Archibaldo Burns. Ambientada en un inverosímil, evidentemente “producido” 1968, y escamoteada la más ínfima alusión a los hechos ineludibles de aquel año, la cinta refiere los encuentros y desencuentros lésbico-culpígenos de una dieciochoañera –Jimena Guerra– y su flamante madrastra –Diana Bracho–, aderezados de onirismos varios, constantes rogativas católicas a cargo de personajes secundarios y otros descoyuntamientos argumentales.
El otro filme de presencia cuestionable en cualquier competición fílmica digna de respeto fue La cama (2012), escrita y dirigida por Rafael Montero, cuya longevidad fílmica –diecisiete largos de ficción en treinta y ocho años de carrera– no explica, y si lo hace quizá resultaría peor, ni la indigencia narrativa ni el fallido propósito humorístico de algo que, al ser paralelamente una suerte de largísimo anuncio de condones, comprueba una vez más cómo se ha pervertido la intención original del apoyo fiscal a la producción cinematográfica vía el artículo 226 de la ley de Hacienda.
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