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Royal tour
Entre el presidente del sexenio sangriento, como certero lo llama Hugo Gutiérrez Vega, y esas madrastras mediáticas de la propaganda oficial que son las televisoras, el gobierno mexicano intenta lavar un poco la sangre y la pólvora de su ruinosa jeta durante un apresurado trote por las calles de Nueva York. El sátrapa coleccionista de pretextos a su ineptitud es laureado en el corazón del capitalismo brutal (por la obediencia con que nos aplica las recetas letales de los pandilleros de la especulación financiera global) y convierte el asunto en un escaparate a las delicias que puede ofrecer este país de taxistas, sirvientes, meseros, lancheros, camareras y pinches a los crasos de Primer Mundo. El propósito es en principio plausible, pero en la praxis peripatético: incentivar el turismo hacia México, aligerarle la gravosa imagen mundial de país violento; tratar de borrar la masacre, de minimizarla, recurrir a trucos de espejos y aquí no pasa nada para volver a ser sinónimo de sol y margaritas y no de balaceras y descabezados. Renovar el delirio. Reponer el cosmético reventado a granadazos. Pescar peces vela y no cuerpos mutilados de las procelosas aguas de nuestros litorales. Que Veracruz esté en boca de todos por su son, sus mariscos, su café, y no por treinta y cinco cadáveres mutilados, botados en una de sus principales avenidas. Que México no es sepulcro de periodistas.
A muchos de aquellos para quienes están pensados los complejos turísticos de Puerto Vallarta, Cancún o Baja California les fascina la peligrosidad de la víscera mexicana, la leyenda negra de narcos y santasmuertes, de barones de la droga, de cuernos de chivo bañados en oro, y también les fascina la putería de nuestros puertos, la carne prieta y reluciente de agua de jacuzzi de nuestros efebos y nuestras ninfas exóticas, y les encanta nuestro ruido enloquecedor, nuestro mariachi, nuestro reguetón trasnochado y la posibilidad siempre sibilina y lúbrica de esnifar coca barata o fumarse un churro de mota a la orilla del mar, de preferencia oyendo boleros de los que no entienden un carajo y dando sorbos a una piña colada, a un daiquirí, a unas medias de seda o quemarse el gaznate con un mezcal enchilado. Porque se trata de habitar una postal exótica, de sumar otra anécdota, otro amuleto que certifica que somos alegres, complacientes y un poco idiotas, incapaces de adjudicarnos un país moderno: bonachona, barata, agradecida y sumisa mano de obra. Qué les importa en realidad a la inmensa mayoría de esos turistas dispensadores de euros y cueros de rana si la raíz cultural de los pueblos originarios de esas playas de arenas blancas y aguas azules en que hunden los pies gordos y rosados son mayas o majapahit, si están en Tulum o en Bali, si el plato nacional se llama pozole o lauk, si el pollo picante está ahogado en mole poblano o sambal olek.
Pero la cabrona realidad es imbatible. El exotismo, nuestros curiosos usos y costumbres van a trucar en terror, en correr despavorido, en desmayos de susto y hasta en impacto de bala; en desangrarse en una acera lejos de su casa y su gente, en encontrarse de pronto en medio de una tracatera entre sicarios de bandas rivales o entre soldados y sicarios, o entre policías y soldados… entre mexicanos que de pronto seremos otra vez esas bestias encarnizadas afortunadamente tan lejos, baby, de la gente civilizada. De pronto seremos esos tontos que le dan de beber gaseosa a un niño de pecho. Los que pintan un burro en una calle de Tijuana o emborrachan otro, alcohólico incurable, en una playa de Acapulco. Los que secuestran y mutilan. Los que torturan y degüellan. Los salvajes.
Aunque tengan la enorme fortuna de no topar en un lujoso hotel de Los Cabos con nuestra naturaleza diabólica; aunque puedan pasear por el centro de Xalapa o Pátzcuaro sin tropezar con una cabeza cortada en cercén, verán los retenes, las camionetas artilladas de la Marina copando el barrio, los ojos del odio encapuchado con el casco y las fornituras, las armas, los chalecos antibalas que, por cierto, son prebendas de su gobierno al nuestro.
Y donde quiera que vayan encontrarán disimulado a medias, latente, agazapado y palpitando siempre en los ojos de la gente, el miedo. Allí, en el fugaz vistazo en derredor, en la sonrisa breve, en los gestos rápidos, nerviosos: el verdadero espíritu del México de hoy gracias, precisamente, a ese que trota en Nueva York vendiendo delicias culturales y gastronómicas de un país que nunca volverá a ser: miedo. Mucho miedo.
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