Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Ana Thiel: sobre todo
la vida
Ingrid Suckaer
Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova
La reseña crítica en la mira
David Hernández Meza
Efrén Rebolledo o el
lujo de la lujuria
Enrique Héctor González
Adolfo Sánchez Vázquez: rebelión, antifascismo
y enseñanza
Stefan Gandler
El último gran marxista
de Hispanoamérica
Gabriel Vargas Lozano
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Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
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Felipe Garrido
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Felipe Garrido
Isidro
A las cuatro de la tarde salimos para Ixcotla, a orillas de un arroyo cuyas aguas, dicen, tienen virtudes. Empezaba a caer la tarde cuando llegamos a la casa de mi tío, el viejo Isidro. Tenía en ese tiempo más de ochenta años, pero caminaba erguido y se movía con agilidad; parecía un hombre de cincuenta, dijo Martina. Tenía su casa limpia, como nueva, y eso era en verdad notable porque vivía solo. En el patio había media docena de colmenas. Mi tío era rico, tenía otras propiedades, pero vivía solo, ya le dije. Su esposa había muerto y sus dos hijas estaban casadas. Era maestro de náhuatl y hablaba en español como si usara esa lengua, con un estilo poético, lleno de figuras. Desde la azotea vimos bajar el sol. “¿No se siente mal, tío Isidro –le preguntó Martina, que no sabe quedarse callada–, con tanta soledad? “No, niña, si somos tres –contestó el viejo, que había bajado sin ayuda–. Estoy yo, y a veces mi ángel bueno, y siempre mi ángel malo.” |