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Acercarse al griego
Viene de lejos. Y a lo largo de los años, más de 3 mil, trazo a trazo, sílaba a sílaba ha llenado su mundo y su distancia. Yorgos Seferis lo piensa así: “La lengua griega, el hombre, el mar… Mirad qué maravillosa cosa es pensar cómo, desde la época en que habló Homero hasta hoy, hablamos, respiramos y cantamos en la misma lengua. Y esto nunca se detuvo, ya sea que pensemos en Clitemnestra que le habla a Agamenón, o en el Nuevo Testamento, los himnos de Ramanós o en Digenis Acrita, en el teatro cretense o la canción popular.” Sin duda, es una continuidad sorprendente que involucra a propios y extraños. O que, precisamente por eso, proyecta a los propios y acerca a los extraños, entre ellos los helenistas clásicos y modernos que en la historia han sido y seguirán naciendo. Goerge Steiner, que mucho sabe de estas cosas, coloca al griego entre las lenguas con mayor genio, junto con el hebreo, el armenio y el chino, para captar “de modo más perdurable la realidad” y afirma: “Es innegable el genio específico de la concepción griega y hebrea del potencial humano, el hecho de que la tradición occidental no haya conocido después ninguna articulación de la vida en la organización de lo sensible tan completa y tan rica en recursos formales.”
Y si aprender una lengua extranjera inevitablemente es volver a los balbuceos de la infancia, a sentir de nuevo en la boca, la garganta y los labios el sinuoso vigor del silencio que promete articularse, que renombra y reorganiza al mundo con su aliento y, en consecuencia, da nueva perspectiva y pensamiento; si se conviene en ese asombro material –del cerebro–, y del alma, porque sólo así el ritmo, el orden y el nombre de las cosas que resuenan en esa lengua adquieren verdadero significado y, al poder hablarla, se enriquece y multiplica una identidad, se ocupa un lugar otro y simultáneo en el espacio, se puede decir entonces que acercarse al griego moderno es acercarse también a las vetas y señales de otra infancia, una más antigua y fértil todavía: la de las cosas e ideas nombradas en ese mundo que el griego inauguró, en ese su tiempo lejano, destilado y vivo en su presente y, por su gracia, en el nuestro. En este mismo sentido, reflexionado sobre su propia lengua, que para su generación y su poesía fue un asunto de enorme trascendencia, Elytis concluye: “El fenómeno del nacimiento, en la lengua y su escritura, es tal vez menos impresionante, pero mucho más poderoso que el fenómeno de la muerte. Y desde ese punto de vista el nacimiento y la formación de la lengua griega […] me interesaban mucho, no sólo como poeta, que es natural que se esfuerce por despertar a las cosas de su sopor en las palabras, quiero decir, que devuelva a las palabras al estado del recién nacido, sino también como hombre cuya sensibilidad adquirió con los años la educación del oído ante lo que podríamos llamar ‘el eco de los fenómenos.’” Es esa resonancia de las cosas –el peso que tienen, la luz que reflejan–, la que Yannis Ritsos escucha y entonces trama, en un solo verso, el espíritu de Grecia, temperamento y geografía: “Estos árboles no se conforman con menos cielo.” (“Helenidad.”)
Y así, desde tan lejos, a la notación de nuestra lengua.
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