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Efrén Rebolledo o el lujo de la lujuria
Enrique Héctor González
I
Dice Xavier Villaurrutia de Efrén Rebolledo: “No creo que sea un gran poeta.” Sin embargo, la pasión amorosa de sus versos, quizá el rasgo que mejor identifica, con el paso del tiempo, la poesía del autor de Cuarzos, es la que lo diferencia de otros autores “que no lograron vencer el gusto de un parnaso superficial”. Así que Villaurrutia se siente obligado a matizar su juicio: “Tratar de presentar aislada en lo posible la nota erótica de Efrén Rebolledo, aislar esta cualidad personal y valiosa, equivale a ejercer un acto de justicia con un poeta digno de atención y memoria.” Luego de un siglo, la poesía de Rebolledo va desapareciendo lenta pero inequívocamente en la preferencia de los lectores del género; prevalece, pues, el dictamen de Xavier Villaurrutia, si bien es reconocible, como anota José Emilio Pacheco, que se trata de un poeta más discreto y osado que Díaz Mirón, pues “se aparta del pudor literario mexicano y lleva el erotismo a un punto cercano a la libertad con que se tratan hoy estos temas”.
No es el suyo, en todo caso, un erotismo convencional. En su Celebración del modernismo, Saúl Yurkievich entiende que, entre las numerosas deudas que la poesía del siglo XX debe a tal movimiento, una no menor es que con los modernistas “la sexualidad aflora al desnudo y se la dice sin eufemismos”. En Rebolledo es muy claro que se trata de un impulso genuino y en cierto modo supletorio de las altas cuotas de afrancesamiento y evasión que hay en la obra de sus contemporáneos –y aun en la suya. Pero la ornamentalidad de esta poesía, tan parnasiana, tan démodé, trata de la carne, algo menos etéreo que las muselinas, las flores de lis, los centauros y los cálices, las porcelanas, carbunclos, tapicerhías y mármoles que le sirven de escenografía. Ya en sus primeros poemas (“Natalia”, “La bordadora”), si bien la lujuria no alcanza a ser dicha como dicha de los sentidos y aparece entre espumosas imágenes del mundo onírico, no deja de advertirse la influencia de cierto sobrio sadismo, “estrictas dosis de morbosidad macabra a la Edgar Poe”, como apunta Guillermo Sheridan, sin perder esa elegancia en el neologismo que es propia de casi todos los poetas modernistas: “noches inlunes”, “hechicerescos cármenes”. “Turquesas”, aparecido en El Fígaro Mexicano en abril de 1897, cuando el poeta tenía veinte años, es quizá una de las primeras muestras de lo que Rebolledo escribirá más tarde: hay una evidente destreza en el manejo del tiempo y una estructura casi sinfónica en ritmo y acentuación: “Virgen cáliz incitante,/ ígneo broche rojo que ardes en la nieve,/ boca amante,/ en tus bordes, virgen cáliz incitante,/ ¿quién será el mortal dichoso que se abreve?”
El fragmento transcrito hace evidente otra innovación del poeta en ciernes: el notable equilibrio térmico generado alrededor de la palabra “broche”, término con el que se ha metaforizado la boca de la amante en el segundo verso de la estrofa, rodeada como está de una palabra fría (nieve) y tres voces cálidas: ígneo, rojo, ardes.
Quizá el mejor poema de Cuarzos (1902), libro que recoge la poesía primera de Rebolledo, sea el que se intitula “Los besos.” El soneto es de una exquisitez comparable a la que alcanzará en Caro victrix, que más que el nombre del poemario esencial de Rebolledo es una suerte de (emb)lema de su obra: carne victoriosa. Como en ese vasto poema de Tomás Segovia que casualmente se llama igual (sólo que sin el artículo), “Los besos” va colocando gemas en cada parte del cuerpo que describe –o, por decirlo con mayor precisión, inventa. Parecería que los labios del amante dibujaran, al entrar en contacto con la carne, un cuerpo antes inexistente. La imagen final descrita en los tercetos es alegórica, festiva: súbita y gentil explosión de escarcha sobre una figura tatuada de besos: “Y en tu cuello escondido entre las gasas/encenderé un collar que con sus brasas/queme tus hombros tibios y morenos, // y cuando al desvestirte lo desates,/caiga como una lluvia de granates/calcinando los lirios de tus senos.”
II
En Hilo de corales (1904) el poeta se permite jugueteos que no aparecían en Cuarzos, tono que anuncia ya el lúdico lirismo de Caro victrix (1907). Los doce sonetos de este último poemario han constituido una especie de isla sensual en el ascético archipiélago del modernismo mexicano. Dentro de su afinidad temática, no obstante, cada texto alcanza una fuerza propia e irrepetible. Si en “Posesión” se subraya la recriminación que el amante hace a la “mustia” que le dio “generosa sus ardientes labios”, en el tercer poema, “Ante el ara”, la entrega ya es directa y sin ambages: tu “aromático busto beso ufano” mientras tu vientre “al que mi labio inclino / es un vergel de lóbrega espesura”. Rebolledo abunda en imágenes que se deslizan desde la sutileza hacia la más drástica carnalidad. La atmósfera febril se va consolidando conforme pasan los sonetos, en una cuidadosa analogía que brinda a la lectura la condición del avance y gradual enaltecimiento propio de la libido, hasta que en “El beso de Safo” y “El vampiro” la vaporosidad ha dejado su lugar a la sicalipsis. El primer texto, naturalmente lésbico, da un paso más al comparar “los pezones que se embisten” con “dos pitones / trabados en eróticas pendencias”. Pero no hay provocación en el poema, no se siente ningún reclamo o salacidad desbordada sino, más bien, la voluntad de rendir homenaje a la unión armónica de dos cuerpos similares, como puede advertirse en el terceto que cierra el texto con una nota de placidez postorgásmica: “Y en medio de los muslos enlazados/ dos rosas de capullos inviolados/ destilan y confunden sus esencias.”
“El vampiro” trata un asunto que no ha dejado secuela sino en la narrativa, aunque es tímida su manera de amalgamar el amor y la muerte, que de algún modo protagonizan el poemario, en la figura lúbrica y lúgubre del tenebroso personaje del título. De cualquier forma, la nota que destaca en Caro victrix es la de la versatilidad, la naturaleza movediza del erotismo en Rebolledo, la delectación en la palabra que lo mismo fertiliza metáforas rabiosas o apolíneas que logra transmitir hasta alguna nota de desenfado en la frigidez de la amada, cuando es el caso, pues quien “a marchar por tus témpanos se atreve/ o muere devorado por los osos/ o expira sepultado entre la nieve”.
III
A contracorriente respecto del movimiento modernista en más de un sentido, Efrén Rebolledo no hizo de su exigua producción en prosa el punto de partida de su obra en verso, como sucedió con la mayoría de los autores del movimiento, sino el delta donde abrevó su asimismo escasa poesía (las Obras completas, editadas por Luis Mario Schneider, rebasan apenas las 300 páginas). Si en Cuarzos recogió sus primeros poemarios, el segundo volumen antológico, Libro de loco amor (1916), coincide con la fecha de publicación de sus primeras prosas, lapso de cuatro textos narrativos que se cerrará en 1922, año a partir del que Rebolledo se dedicará, en ambos géneros, apenas a algo más que reeditar sus trabajos.
A pesar de haber sido escrita con el rigor formal, artesanal y artificioso propio de la poesía modernista, la prosa de Rebolledo, sus cuatro módicas nouvelles, revela la huella de sus lecturas: Stevenson, Kipling, Wilde. Con toda la carga evasiva y poética que se puede esperar de la narrativa modernista, lo que salva su prosa, lo que consigue atenuar su obsesión estilística, es la nota de sensualidad morbosa, un ambiguo desenfreno que exacerba la emoción y da rienda suelta al libertinaje pasional. No estamos, sin duda, frente a Sade, sino ante un Huysmans amansado por cierto misticismo alucinante, febril a su manera, pero que sólo hace cosquillas al código ético de las buenas costumbres: la apetencia dionisiaca como aperitivo de un decadentismo que ahoga toda pasión.
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La obra en prosa de Rebolledo está constituida por cuatro novelas cortas (El enemigo, Hojas de bambú, Salamandra y Saga de Sigrida la blonda), un libro de impresiones de viaje (Nikko), dos poemas en prosa entonados en la tesitura de la memoria y el ensayo (El desencanto de Dulcinea y Estela) y un drama prosificado: El águila que cae. En su mayor parte, se trata de textos dispuestos a crear atmósferas o meras sensaciones, “con frecuencia perversas o malsanas”, como observa Allen W. Phillips, aunque a menudo no puedan desprenderse de inoperantes aprensiones morales que enfangan su erotismo y su exotismo, como en El enemigo, donde la relación gradualmente más sugerente entre Gabriel Montero y la joven Clara termina por condenar la traición que llevó al primero a desflorar la confianza (y algo más que la confianza) de su hermosa amiga.
Salamandra y La saga de Sigrida la blonda constituyen sin duda el centro de la narrativa rebollediana: los personajes dejan de ser esbozos para encarnar en seres sin duda estereotipados, pero personas a fin de cuentas. A lo sumo, uno reelería ambas obras como muestras más que como acabados ejemplos del prosaísmo modernista. Ni la dama lujuriosa de la primera novela, ni la “santa melancolía” que elogia Nervo en estos textos, ni el secreto rumor de los paisajes nórdicos (nieve, luna, pinos, fiordos, el silencioso frío boreal) de la segunda, son aliciente de mérito para preferir al novelista respecto del autor de Caro victrix. Ni aun su última prosa, que respira sin dificultad en los meandros y sinuosidades que el arte de narrar supone (soslayando los tanques de oxígeno representados por la frase tan finamente cincelada que Nervo encomia), rebasa el mero interés académico.
Al verdadero Rebolledo hay que encontrarlo, me parece, en el estado de zozobra, de angustia que embarga al amante después de la posesión. Si la recreación de esta ansiedad va encadenada a la esclavitud de la métrica y la rima en la obra en verso (y aun así alcanza a asomar su rostro devastado por el desasosiego), en su prosa el delirio puede alojar más cómodamente (y en esta paradoja reside su principal virtud) el íntimo desarreglo psicológico de los personajes. El poeta de “La cabellera”, breve relato de El desencanto de Dulcinea, despierta, luego de una noche plena de lascivia (como el Eugenio León de Salamandra), con la impostergable tentación de estrangularse con el pelo de la mujer aún dormida, un “bosque enmarañado por los tigres”. Y en el retrato de esa imagen tétrica, urgente, despiadada, Rebolledo nos da el mejor cuadro de algunos igualmente memorables que reúne en este curioso librito, huidizo y perspicaz, cuya deuda con Cervantes se reduce a la noticia de que don Quijote ha encarnado lo mismo en Bolívar que en el Marqués de Lafayette; en Lord Byron que en Luis Napoleón Bonaparte o Dreyfus o Nicolás II, paladines desaforados de un instinto de libertad menos demostrable que ocurrente.
Se trata, en suma, de una apretada colección de narraciones poéticas que reúne tanto los recuerdos japoneses del agregado cultural en la embajada de Tokio que Rebolledo supo ser, como diálogos lúdicos y hasta disparatados (“El coloquio de los bronces” hace charlar plácidamente a Cuauhtémoc con uno de los más famosos héroes del Japón: Masashigué) que revelan un impecable manejo de la imaginería y el paralelismo de sucesos diversos y aun antagónicos envueltos en un extraño desenfado modernista –y, más que modernista, decadente– que trata de arribar a la inmediatez de la escritura, de acercar al lector al mundo que lo rodea (y desconoce) por medio de la palabra, esa venerada ofrenda que, por lo menos en El desencanto de Dulcinea, rompe el hechizo de la hechiza realidad que inventó el modernismo, el “exotismo parisino” al que se refirió peyorativamente Octavio Paz, para alojar el lujo de una lujuria que, viéndolo bien, tiene que ver menos con la voluptuosidad del frenesí que con la frescura de la espontaneidad.
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