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Las razones ocultas
En televisión, la búsqueda y consolidación de un nicho de mercado para los anunciantes, es decir, la búsqueda del rating, se ha convertido en pretexto para justificar los muchos excesos del medio, exceso de anuncios, exceso de connivencias con los poderes fácticos, excesos de melodrama barato, de enardecimiento futbolero y nacionalista y en ello simplemente patriotero, excesos de sangre derramada en las calles para exhibir y para asustar, excesos de estridencia, de chisme, de maledicencia con que hipnotizar a la masa para que compre, para que vote hacia donde las corbatas y las casullas digan, para que siga ahorcándose con cualquier baratija en “paguitos semanales” y con “los intereses más bajos del mercado”. En el particular caso mexicano, además, con el oscuro ingrediente de que demasiadas veces el patrocinador no es una marca de crema para las arrugas, sino el gobierno que, al menos en algún papel convenientemente olvidado en una gaveta y cuyo título reza “constitución política de los estados unidos mexicanos” debería justificar su onerosa, ostentosa, estridente existencia en servicio de quienes pagamos esos sueldos exorbitantes, esos otros excesos de lujo –que no necesariamente de buen gusto–, bofetadas al lumpen que compone un grueso porcentaje de la población: mansiones con más de una cocina y pantallas planas en todas las habitaciones; autos lujosos que cuestan lo que dos o tres casas de interés social; viajes a Las Vegas, París o Bariloche; joyas de muchos quilates que adornan los arrugados cuellos de demasiadas gallinas copetonas; ocultos vicios como la dilección por las putas, los efebos o la cocaína y el champán en muy privadas bacanales pagadas con trácalas y sudores ajenos, esas carísimas facturas de alquiler de un piso en Madrid o Miami.
Los dictados de la ciencia publicitaria, subliminal o descarada, se aplican a la propaganda del régimen convirtiendo en franjas difusas la diferencia entre lo comercial y lo público, entre gestión gubernamental y producto vendible, porque en la óptica mercantilista del modelo mexicano (derivado del modelo estadunidense) la televisión no es sino herramienta –principal, poderosa, imprescindible pero herramienta al fin– del último y verdadero propósito de todo el tinglado que es acumular, sin pretextos, cartabones ni contenciones morales, capital y, desde luego, sin contemplar siquiera la peregrina idea de compartir, repartir, democratizar. A diferencia de otros modelos de televisión orientados al beneficio público –allí las televisoras estatales, con sus lastres administrativos y tecnológicos, pero allí también la tozudez y la necesidad de su burocrática existencia: el bienestar de la mayoría y no de un puñado de crasos indiferentes a la miseria que los rodea– el modelo televisivo de éxito en México es la cara del capitalismo a ultranza y quizá, junto con los estamentos de fuerza, como las fuerzas armadas, aquella que concentra de manera más lesiva el poder del Estado, porque se dedica a erosionar la conciencia social de la gente. Que ellos vivan tan bien como les dé la gana, mientras yo tenga mi tele, mi fut, mi telenovela y mi programa de chismes. Vieja, pásame una cerveza. Mami, ¿puedo abrir unas papas Sobritas? Ya cállense, chingado, que no me dejan oír Lo que callamos las mujeres…
Sin pertenecer de manera formal a las estructuras de gobierno, la televisión en México hace rutinariamente el trabajo sucio al régimen, desinformando, omitiendo datos, escondiendo el bulto de lo reprensible, de lo que constituiría flagrancia en los muchos trapicheos turbios del sistema político, y ensalzando en cambio la figura, usualmente pequeña, mediocre, de políticos y otros miembros de esa plutocracia mediática como, por ejemplo, algunos miembros del clero, de la banca o esa marabunta voraz del mercachifle que se hace llamar clase empresarial.
Un caudal de información inútil derrama desde la ventana televisiva a nuestras estancias y la verdadera información que incide en nuestras vidas se mantiene oculta, reservada, clandestina: oficinas cerradas, murmuraciones de bar, decretos furtivos y cónclaves ocultos al público. Así se conducen los rumbos, dando tumbos, del país. En secreto.
El resto, el ruido, la verbena, el México seguro y alegre, ese basta verlo en televisión. Porque lo otro, lo que se intuye, se maldice, se sospecha y deduce tendría que aparecer a cuadro, entre berridos histéricos y esdrujulizados de un mal locutor de noticias para existir realmente.
Y eso no va a ocurrir.
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