Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Al pie de la letra
Ernesto de la Peña
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
El alma de Léon Bloy
Bernardo Bátiz V.
En el amor los cuerpos establecen su propio paraíso
Ricardo Yánez entrevista
con Jorge Souza
Leonora Carrington, la inasible
Germaine Gómez Haro
Copi y la Irreverencia
Gerardo Bustamante Bermúdez
Leer
Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Corporal
Manuel Stephens
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Miguel Ángel Quemain
[email protected]
Un poema de arena para Hanako
Raquel Araujo ha construido un largo poema escénico a lo largo de poco más de dos décadas. En esta ocasión la sabiduría y el pasado que puso en escena esta directora/dramaturga, fue construido con un conjunto de textos de autores japoneses que se dejan oír a lo largo de un montaje complejo, de gran riqueza plástica con un anclaje anecdótico que permite la posibilidad de revisar algunas estructuras míticas vinculadas a la espera, al supremo egoísmo del amor y a la búsqueda infructuosa del amado.
Hanjo es el título de esta pieza que propone versiones de textos de Shiro Murano, Yukio Mishima, Chuya Nakahara y Zeami. La anécdota es muy simple pero concentra algunos mitos fascinantes, como lo ha hecho Lars Von Trier con su relectura de Medea (lo más visible) y algunos otros legados clásicos que invisibiliza al colocarlos en el corazón de las preocupaciones contemporáneas.
Aquí Hanako “enloquece” (así llaman a ese clavado hacia las profundidades azul oscuro de la depresión) y sólo está para la espera de su amado Yoshio, que un día partió y ambos intercambiaron abanicos simbolizando la espera. Hanako sobrevive en la espera gracias a la bondad enamorada y egoísta de Jitsuko, una pintora que la hospeda en su casa y la ha convertido en un modelo perfecto del sufrimiento corporal, de esa postración tan carnal de quien espera.
Una mañana aparece en el periódico la noticia de que una hermosa loca deambula en la estación de ferrocarril con el delirio de quien espera con la mirada fija en un horizonte que nunca se aproxima, con la confusión que hace indistinguible el rostro amado que se reproduce sin medida entre los pasajeros. Ante el temor de que Yoshio lea la noticia y la busque, Jitsuko le propone mañosamente que ambas partan en su búsqueda.
El concierto de imágenes que propone Araujo, apoyada en una gran imaginación escenográfica de Óscar Urrutia, está completamente dislocado en el tiempo, fragmentado e instalado en el cuerpo de dos figuras que esperan de distintos modos. La añosa espera que protagoniza la poderosa y experimentada Eglé Mendiburu en el papel de Hanjo, que Araujo coloca como un arquetipo de la espera, paciencia tan consistente que convierte en fantasma al ser expectante que termina encarnado, fundido, en un espacio de arena y polvo.
Otra es la espera que habita el cuerpo del actor Roberto Franco, armadura masculina flexible y afinada bajo el nombre de Hanako, que es la (des)esperada enloquecida amante de la pintora, de la arena con la que funde su cuerpo talqueado por un polvo que define sus líneas viriles y musculosas, como tal vez se mire un cuerpo femenino que se inflama, afectado por esa nostalgia al modo de una Penélope, pero también a la manera de un objeto/sujeto teatral sobre el que Araujo ha instalado una gramática del género que nos recuerda la inversión de roles que va de la insularidad inglesa hasta la japonesa con su Kabuki y Noh.
La pintora, en el cuerpo actoral, imaginario, autodefinido como “mutilado y enfermo” de Raquel Araujo es un espejo invertido para el de Hanajo, es trenza, complemento que se talla en la arena, que los dibuja y desdibuja mientras el fantasma de Yoshio se mueve como si se desprendiera de un capullo hecho de tiempo para deambular con una voz en off que se lamenta y busca a su amante cada vez más perdida en la última imagen que le devuelve el recuerdo.
Mientras la amante envejece en la espera ya fantasmal, el cuerpo del amado permanece fresco y joven como una forma de acentuar el desencuentro que contrasta con la linealidad de un espacio donde el espectador asiste literalmente a una convocatoria de fantasmas en medio de un humo ritualizante, un espejismo de esos que fabrica la conjunción del horizonte, la luz y la arena.
Hanjo empezó a montarse veinte años atrás (hubiera resultado más fácil imaginarla en NY que en Mérida). Araujo recuperó “elementos del entrenamiento de butoh, de bharatanatyan y técnicas de meditación dinámica” que permitieron explorar el espacio con elementos tan mínimos como los necesarios para facturar un haiku: batones de seda que no son kimonos, cubos de madera que no son getas (los zapatones de madera), “apenas con unos tabis (calcetines) estilizados, unos pinceles, botellas de agua y rastrillos de madera para peinar la arena”, todo bajo las notas de las cuerdas metálicas de una guitarra que Gustavo Flores transformó en instrumento ancestral e indispensable para vivir esa emoción de las discontinuidades vitales. Se dejan ver en www.rendija.net.
|