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De la nada a lo mínimo
El poema es una criatura frágil. En la mayoría de los casos, se construye con dificultosa lentitud, en una oscilación constante entre silencio y palabra, y palabra y verso, para acaso levantarse con firmeza y arraigo en la cultura de su lengua y decir algo que de otra manera sería imposible. Es frágil y es vulnerable. Una mala lectura, un equívoco en la notación delicada que supone, un paso en falso en el sutil proceso racional y no que exige a veces descifrar sus claves –porque siempre las tiene y las ofrece–, puede derrumbar con enorme facilidad su arquitectura y convertirlo en un enjambre ruidoso de palabras. Rilke lo expresa de esta manera: “Ni una palabra en poesía (quiero decir, aun cada “y” o “la”, “el”, “lo”) es idéntica a la palabra del mismo sentido que se emplea cotidianamente o en conversación; el orden más estricto, la gran relación, la constelación que adquiere en el verso o en la prosa artística modifica hasta el meollo su naturaleza misma, la hace inútil, inutilizable para el mero trato, inutilizable y duradera.” Así se entiende, me parece, que al leer ciertos versos, por ejemplo de Ramón López Velarde, se tenga la impresión –o aun más, la certeza– de que lo que ahí se dice, sólo así y exactamente así puede decirse: “Tejedora: teje en tu hilo/ la inercia de mi sueño y tu ilusión confiada;/ teje el silencio; teje la sílaba medrosa/ que cruza nuestros labios y que no dice nada;/ teje la fluida voz del Angelus/ con el crujido de las puertas:/ teje la sístole y la diástole/ de los penados corazones/ que en la penumbra están alertas.” (“La tejedora.”) Todo está en su lugar en estos versos, y si moviéramos algo, por mínimo que fuera, se vendrían abajo, dejarían de ser, volverían a la nada, que está mucho allá del silencio. Sin embargo, esa fuerza que tanto y tan firmemente los cohesiona también es delicada. Si por un simple error de atención y no del todo de manera injustificada, leyéramos en lugar de “teje en tu hilo…”, “teje con tu hilo…”, de inmediato los versos se transforman y, en rigor, con ellos todo el poema. Lo usual es tejer algo con el hilo y no tejer en el hilo mismo. A pesar de la obviedad, no creo que deba subestimarse esta pequeña diferencia. El poeta modifica así la perspectiva: en la atmósfera de recogimiento y melancolía, amor inconfesado y deseo contenido, mientras afuera llueve y la “tarde se despide”, la distancia que se abre entre en y con tiene importancia: los amantes están o más o menos cerca.
Y si así es el original ¿cómo sería traducirlo a una lengua extranjera? Ante semejante reto, los riesgos de confusión y error se multiplican. El empeño de la traducción es, ya se sabe, imposible; esa es su inherente limitación, su miseria: siempre es poca. Y sin embargo, dependiendo de las lenguas involucradas y por supuesto también de las habilidades del traductor como lector y escritor, cuando de poesía de calidad y genio se trata, a veces ocurre el milagro y algo del original resuena en la traducción. “La distancia entre la ‘nada’ y lo ‘mínimo’ es mucho más grande que la de lo ‘mínimo’ a lo ‘mucho”’, nos dice Odyyseas Elytis. En la traducción, esa distancia la recorre la poesía, desde el original hasta su traslado a la lengua receptora. El poema es una criatura frágil; la poesía es poderosa.
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