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Marco Antonio Campos
El emperrado corazón amora
Hace unas semanas en Barcelona, España, salió publicado el último libro de poemas de Juan Gelman titulado El emperrado corazón amora. Como en un buen número de sus libros de poemas hay aquí un verso que se escucha como si estuviéramos a la orilla de un río de aguas que transcurre y canta en voz baja y deja en el cuerpo y en el alma algo como un dolor triste.
En la poesía de Gelman, detrás de la aflicción y de la desolación, de las caídas y desastres, de los “rostros del rencor” y de “las sinrazones deslumbrantes”, están íntimamente integrados los contrarios fructuosos como el hondo amor hacia la mujer, la amistad que crece lentamente como un árbol, el vino que sólo vale compartido y el claro anhelo por la justicia y un mundo más habitable. Sobre esto último, de lo que puede sentirse Gelman orgulloso, es haberse vuelto por cosa de dos décadas una suerte de acompañante de las Erinias o Euménides en la búsqueda del equilibrio de la justicia con motivo de los crímenes de la última dictadura argentina y de la última dictadura uruguaya. Algo de esto puede entenderse en referencia a la uruguaya al leer el poema “Quito”.
No hay casi libro donde Gelman no se pregunte dónde nace y qué son y para qué son la poesía y las palabras. “El poema viene de qué, de dónde” se pregunta sabiendo que no hay respuesta. Pero ¿adónde va “el aire de las palabras”? ¿Qué dijo la palabra al decirse y después de decirse? ¿Qué hacer si “lo comprensible es incomprensible/ y ningún verbo o luna azul/ cambiará su destino”?
Con los años vamos volviéndonos habitantes de las casas del pasado y vivimos, como si fueran nuestras, con las cosas del pasado. Pueden ser, en el caso de Gelman, los padres, el hijo, amigos que se fueron al territorio de la noche, la tristeza sin final por los compañeros de lucha que pertenecieron a una generación que fue derrotada pero que quiso alzar para siempre el palacio espléndido del Bien, los encuentros y desencuentros con Dios en una lejanía tan próxima, el Buenos Aires antiguo, las ciudades de occidente en las que se vivió y por las que se pasó, las llagas sangrantes del México antiguo que se abren en el México del hoy.
Entre algunos de los poemas de este magnífico libro que me conmueven especialmente están los dedicados a Cavafis, a Heine, a José Ángel Valente y a Alí Chumacero. Citemos unos versos donde recuerda a Valente: “Maestro de ausencias amadas,/ que albergaste en un canario triste,/ y nunca te cantó.” Y sobre la partida de Chumacero: “¿Por qué te fuiste? Hay/ mucho mundo, mujeres, desastres/ todavía, padre delante de/ esta causa sin fondo.”
Quizá podríamos terminar esta reseña con uno de los versos absolutos que buscó Juan Gelman en su escritura a lo largo de las varias vidas que vivió en la vida, en la que, como diría Sófocles, sólo somos imágenes y sombras: “El alma abrió una mano para que todo quepa,/ la alegría, los miedos del deseo,/ lo que será, lo que siempre, lo nunca.”
¿Por qué sólo el sol cuando se anheló todo?
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