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Verónica Murguía
Catálogo de extravagancias
En el gimnasio al que acudo, como en muchos otros, hay televisores colocados frente a las caminadoras, escaladoras y bicis estacionarias. Están ahí para aminorar el aburrimiento hamsteril de los usuarios, pues pocas cosas son tan tediosas como trotar durante media hora sin cambiar de lugar. Algunos memorizan el tablero del aparato; otros recorren mentalmente la lista de asuntos pendientes hasta el año 2015; todos establecemos conversaciones jadeantes con quien camina o corre en la caminadora contigua. De poco sirve: el aburrimiento reina como un emperador chino y nos deja mirada de mojarra.
Yo no puedo leer: si me muevo tantito, pierdo el renglón. Tampoco puedo escuchar música de la que me gusta, porque encima de la tele las bocinas del gimnasio emiten una mezcla de pop y punchis punchis a un volumen que arranca las tapaduras de los dientes. Con audífonos o sin ellos, no hay más remedio que escuchar a Lady Gaga. Por eso todos miramos la tele.
La tele no quita el aburrimiento; lo transforma por medio de la hipnosis en algo semejante a la duermevela. Sólo en ese estado es posible mirar, sin carcajearse, los infomerciales que ofrecen salud, belleza, pelo, sexo, buen dormir, cuerpo esbelto, trasero sin celulitis, depilación casera y definitiva, vista de águila y comida sana a cambio de un gadget con un nombre horrendo.
Todo mediante un discreto pago, dividido en abonos imperceptibles y con un pilón triple si uno es de los cien primeros compradores en llamar. Siempre me pregunto: si el anuncio lleva un año al aire y todavía no alcanzan los cien compradores, ¿no será porque el artículo es una estafa?
Los productos tienen nombres obvios y feos: Sincelul, Prostasán, Abdofort, Crecipel, Esbelté, Claricrim, etcétera. Los anuncios son protagonizados por actores amateurs que parece que se están aguantando la risa, y no es para menos. En uno, que pondera las virtudes de una plancha vibratoria que dizque tonifica y adelgaza sólo por sentarse sobre ella, aparece una señora que sonríe con trabajos mientras le entrechocan las quijadas y la parte inferior del cuerpo se le mueve como si estuviera hecha de gelatina; en otro aparece un hombre calvo que queda como Sansón gracias a un spray que arroja pelo en aerosol; minutos después, dos actores envarados y un médico de cartón-piedra ponderan las virtudes de una hierba que cura ¡trescientas enfermedades!
Todo esto tiene un lado tristón: estas bobadas son un negocio millonario. Yo solía pensar que una plaga semejante sería habitual sólo en el tercer mundo, pero una ojeada al catálogo electrónico de la tienda Japan Trendshop me desengañó: en todas partes se cuecen habas, y las hay rarísimas. Por ejemplo, el Levantador de nariz, que por módicos 120 euros dizque eleva y afina la punta de la nariz por medio de pequeñas descargas eléctricas. O el útil Jarrón para gritar; el usuario se desahoga por un extremo y su grito se convierte en un discreto susurro que sale convertido en casi una melodía, por el otro. ¿Preocupado por la halitosis? Existe un dispositivo que califica la frescura del aliento, e incluye una dotación de chicles de menta.
¿Cómo celebrar las virtudes del bidet portátil Toto Washlet? ¿Del Eco-Otome WC? Este es un dispositivo que produce un sonido que imita el del agua del inodoro para “ocultar, sin desperdiciar agua, los sonidos que usted podría estar haciendo”, concebido para señoras pudorosas.
Hay un gato eléctrico, una cucaracha de pilas que el usuario puede dirigir por donde quiera –se sugiere hacer la broma de hacerla volar hacia la cabeza de los invitados–, calzones con estampados tradicionales de las familias de los shogunes Nobunaga y Takeda, y una camisa con ventilador marca Kuchofuku, con dos ventiladores planos, del tamaño de un timbre postal, conectados con un USB a la computadora. Es blanca, preciosa y cuesta una fortuna.
Y estaba yo muerta de risa, mirando el catálogo, cuando descubrí un producto que me puso muy melancólica: la almohada Hizamakura, con forma de regazo de mujer. A escoger, falda roja o negra, para descansar la cabeza solitaria del pobre hombre que la compre. El anuncio, en un español macarrónico salido de un programa de traducción reza: “perfectamente adaptado a la mentira en la cabeza”. Traducción brutal del inglés adapted to lie your head on it.
Es una traducción falsa, pero resultó, en el caso de este artefacto, absolutamente verdadera.
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