Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora Bifronte
Jair Cortés
Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova
Entre el corrido y
la lírica popular
Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Margit Frenk
Un muralista en la UAEM
Óscar Aguilar
Borges y el jueves
que fue sábado
Ricardo Bada
Con Borges en Ginebra
Esther Andradi
Borges en catorce versos
Ricardo Yáñez
Los halcones, cuatro décadas
Orlando Ortiz
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Las Rayas de la Cebra
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El vendedor de mandarinas
El otro día me quedé dentro del carro para esperar a mi mujer, que había bajado a comprar un pastel. No podía quedarme con la ventanilla cerrada y el aire acondicionado encendido porque tenía la garganta congestionada y eso me mataría, así que apagué el aire acondicionado y dejé la ventanilla abierta. El sol me pegaba de lleno como un golpe en la nuca. Mi mujer empezó a tardarse y yo a desesperar. En ese instante pasó por mi lado un anciano llevando un diablito con dos rejas de mandarinas. Se detuvo a mi puerta ofreciéndomelas. Volteé un poco atribulado y lo vi. Vi el sol, todo el sol, sobre sus casi ochenta años, y aunque parecía que lo sepultaría hasta el fondo de la tierra, el pobre hombre ni se atribulaba, impertérrito como estaba frente a mí, esperando un gesto de consentimiento. Primero le dije que no, pero, cuando apenas había avanzado dos pasos en retirada, cambié de opinión. Entonces le hice una seña con la mano y, arrepentido de mi prepotencia, le compré dos bolsas de mandarinas. El hombre cogió los veinte pesos y se dio la media vuelta, yéndose. Una vez que me cercioré de que ya no podía verme, puse firmemente el brazo sobre la base de la puerta, ladeé el rostro hacia la ventanilla y dejé que el sol, sobre mi piel, terminara de imprimirme su enseñanza. |