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Borges y el jueves que fue sábado
Ricardo Bada
El autor agradece aquí públicamente la involuntaria colaboración de su distinguido maestro y desconocido amigo H. Bustos Domecq
A esta altura del partido, casi todo el mundo se considera ya poco menos que obligado a saber quién es Jorge Luis Borges. Sé de gente que ha extremado su celo hasta el punto de haber leído algún libro suyo.
Recuerdo con saudade esnobista los veranos del primer quinquenio de la década de los sesenta, la época de mis vacaciones anuales en Troglodia, mis viajes boomerang desde aquende el Pirineo. Pronunciaba yo el nombre de Borges, y encumbraba sus méritos, con la devoción debida, obteniendo en pago a mis desvelos la pregunta de si ya estaba traducido al castellano. Fue entonces que inventé, para vengarme, la expresión “el idioma de Cervorges”, destinada a sustituir en su día (tal vez el del Juicio Final, por la tardecita) aquella otra tan complutense y un tanto chovinista, pero también tan cara –paradójicamente– a los diplomáticos hispanoamericanos, que es “la lengua de Cervantes”.
Cuando arribé a Buenos Aires y pude barzonear por el fervoroso mundo del Hombre de la Esquina Rosada y de los Famas y Cronopios, se me antojó ineludible una visita a don Isidro Parodi, en su azacaneada celda 273 de la Cárcel de Contraventores, en Avenida Las Heras (entre Salguero y Coronel Díaz, espacio hoy convertido en parque homónimo).
El renombrado y sedentario detective me recibió muy amable y se interesó por mis trabajos y mis días literarios, quedando gratamente sorprendido de que yo no fuese un epígono del nefasto Carlos Anglada. Pero he aquí que a raíz de mi negativa, don Isidro Parodi vino a saber que sus andanzas especulativas andaban en letra de molde por obra y gracia de un quídam llamado H. Bustos Domecq.
La formidable presteza mental del inquilino de la celda 273 no encontró mayor inconveniente en descubrir, bajo el poncho compartido del seudónimo, los nombres de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, quienes se preciaban de ser sus creadores. Y ello trajo consigo que don Isidro Parodi me preguntara por la obra de Borges, y también por la de Bioy Casares, cultivadores de un género para él muy poco apasionante: la Literatura.
Fue así que una semana después comparecí de nuevo en Contraventores, se me introdujo hasta la celda 273, agradecí un amargo que ya me tenía pronto su célebre recluso, y di comienzo a la lectura del más memorable libro de Borges: El Aleph. Filtrando mis ya entonces escasas ces y zetas por el sibilante embudo de las eses porteñas, llegamos –llegué– a la narración titulada “Emma Zunz”, que se inicia con las siguientes palabras: “El catorce de enero de 1922...”
Seguí seseando cuento adelante, mas de repente, ya mediado el relato, me interrumpió don Isidro:
–¿Cuándo es que comienza la narración?
–El 14 de enero de 1922.
–Y el cuarto párrafo, ¿cómo concluye?
Releí en voz alta la frase final del cuarto párrafo: “Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.”
–Quiere decirse –arguyó don Isidro– que, según eso, el día 14 de enero de 1922 fue un jueves.
No osé replicarle con el inadmisible “elemental, querido Parodi” que mi desvergüenza andaluza estuvo en un tris de sopetonearle. Sólo dije:
–Evidentemente.
–¿Me hace la gauchada y me acerca el Almanaque Mundial?
–¿Cómo no?
Don Isidro Parodi abrió las fatigadas páginas del libro por la marca que señalaba el calendario perpetuo.
–Usted mismo podrá comprobar que este señor Borges inventa hasta su propia cronología. Véalo. Busque en la Tabla I el número del siglo y las dos últimas cifras del año, y en el recuadro donde se crucen la fila y la columna correspondientes encontrará un número.
–El 6.
–Ahora, en la Tabla II, busque la columna del 6 y la fila del mes de enero, que al cruzarse le indicarán un número romano.
–El VII.
–Para terminar, busque en la Tabla III la fila del siete romano y la columna del día catorce, que se cruzarán en el nombre de un día de la semana.
–El sábado.
–Ergo: el 14 de enero de 1922 fue un sábado. No un jueves. Dígale a Borges, si alguna vuelta se lo presentan, que no es tan fácil engañar a don Isidro Parodi. Si ése era el séptimo problema que me tenían preparado, la verdad de la milanesa es que bien pudo ocurrírseles algo más enjundioso.
Pensándolo bien, yo no creí que ése fuese en realidad el séptimo problema. Si acaso, y nada más, un poco, poquísimo apocalíptico séptimo sello. Y mientras lo pensaba, se hizo en la celda 273 un silencio por espacio como de media hora. Y ése sí que tal vez fuese el séptimo problema: desentrañar –lo que quizás sólo Borges hubiese podido hacer– por qué en castellano medimos el tiempo en función del espacio.
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