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CIUDAD ENAMORADA
GUADALUPE MORFÍN
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Eloísa,
Silvia Eugenia Castillero,
Aldus/Universidad de Guadalajara,
México, 2010.
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No sé si la decisión de Silvia Eugenia Castillero, al comenzar a trazar la trenza de poemas con distintas voces y tonos que conducen a ese desventurado y grande amor que fue el de Abelardo y Eloísa, partió de ver la tumba en el cementerio Père Lachaise en París, de los viejos amantes que terminaron sus últimos veinte o veinticinco años de vida separados en sendos conventos, o si fue al recordar en las calles de esa ciudad la vieja historia. Este es un libro que nos deja transidos de nostalgia, con sed de belleza, con la certeza de que hay amores que la muerte no destruye.
Es un poemario de amor a París, un homenaje a esta ciudad, el testimonio de una mirada atenta, más atenta cuanto que está abierta al asombro como visitante, como habitante, como palabra hecha cuerpo en la voz de Eloísa que pasea por sus calles y entra de nuevo en los recintos donde vivió el amor, seca su cabello en los barandales donde la piel se suelta; ahí donde la escindieron con la separación; se pronuncia justo en el diálogo para, a diferencia del patriarca de Rulfo que muere desmoronándose, hablar precisamente de su desmoronamiento, de su soledad, hablar para buscar a alguien como ella, “varado en el tiempo”.
Eloísa se sabe palabra. Visita la casa del amado y afirma: “Sabrás que estuve contándote mi historia.” Ahí el lector sabe que está frente a una conciencia poética profunda. Lo dicho permanece. Lo dicho vuelve habitables las paredes vacías, el estanque seco lo fecunda con agua. La palabra es la llave para que vuelva a correr la vida ahí donde el amor fue una cascada pronunciada.
El dolor de Eloísa, por esa misma conciencia de ser y saberse palabra, es la constatación del silencio: habla de “los labios homicidas”; la ausencia de palabras; por eso puede decir: “la voz en sus orillas se detuvo”. La voz de Abelardo se detuvo justo ahí, donde sólo queda del amado arrebatado la memoria de la risa en el agua.
Es un poemario donde un elemento fuerte es el tiempo. Y la resaca que deja el tiempo del amor; cabellos y muslos, corales y anémonas: el naufragio. El naufragio es el tiempo de los sobrevivientes a la tragedia. Es el tiempo del recuento de lo no perdido. El tiempo de recrear lo rescatado. Y entre estos elementos, la memoria del amor.
Pero es, ya se dijo, un libro de amor a una ciudad. Una ciudad que da cobijo al amor. Una ciudad para caminarse, recorrerse, interpretarse. Tiene, sí, abedules enormes, y ónix en colores blanco, ocre, rosa. Y arcilla y lodo. Una ciudad hermosa que nos conoce también como vulnerables, tocados por el amor: “París rasguña mi pecho”, dice Silvia Eugenia, y puede ser ella, o Eloísa o cualquier enamorado quien lo diga en una ciudad que hiere con su belleza, pero sólo a quien está vivo. Ciudad por cierto permanentemente habitada por cosas efímeras, bellas, colgantes, como la flor de la retama. La retama es la ginestra, flor que aparece en un conocido poema de Giacomo Leopardi.
La amada busca al amado en cada ventana. “Las fachadas son la misma negación de una fogata donde no me aguardas.” En el canto a esa ciudad, que suele aparecer con otro tipo de letra, distinto al de las disquisiciones de Eloísa ensimismada, aparecen las fuentes, los leones de piedra, los girasoles cercanos al agua. Y el lector no sabe si es Eloísa la que cuenta y canta a París, o si es otra voz que va siguiendo la espera del amor, y habla de una ciudad con automóviles y semáforos, la que va diciendo cómo eran bellas esas fuentes antiguas y las flores que las circundaban. “La ciudad vendrá a posarse en tu piel como antes”, expresa la poeta.
Este libro es una celebración del deseo cumplido, y de los encuentros furtivos en buhardillas, entre un tiempo que ya no es sólo el de Eloísa y Abelardo, sino el de la ciudad perpetua bajo sus treguas de lluvia, donde los amantes se citan en habitaciones con velas encendidas. Es un grito de dolor y reclamo hasta a un Dios inmóvil que da la espalda a los que aman y se han perdido.
Bienaventurados aquellos que puedan poner a secar sus penas y vivir sus amores en ciudades humanas. Bienaventuradas aquellas que han apostado por la espera y, al hacerlo, han abierto camino a la esperanza. Aquellas que han cantado al amor perdido, sabiendo que un día habría un camino de regreso. Bienaventurados todos ellos porque no les será negado el paraíso. Porque no hubo entierro más pleno del cumplimiento de la espera que el de Eloísa.
LA PÉRDIDA DE LAS CERTEZAS
JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ
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Emaús,
Alessandro Baricco,
Anagrama,
Barcelona, 2011.
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Desde cierta perspectiva, se puede asegurar que cualquier persona, por más común y corriente que sea, es susceptible de convertirse en personaje. Su condición de posibilidad reside en encontrarse en un estado de excepción. Si lo vemos en la vida cotidiana, este argumento funciona. Cuando nos comunicamos con los otros, cuando platicamos acerca de lo que nos sucede o cuando buscamos indagar en la vida de los demás, lo hacemos en el entendido de que nos interesa lo que se sale de la norma. De poco sirve narrar lo cotidiano si no es para contextualizar la excepción.
En este entendido, se puede hablar de excepciones memorables, de ésas que significan un giro completo en la vida del personaje. De ser anodino se vuelve aventurero; de resignado, pasional; si el sentido de su vida estribaba en la contemplación, algo lo volvió un trotamundos; incluso caben las transformaciones morales en que el malo vuelve a la senda del bien o viceversa. Son estas transformaciones las que perfilan la excepción ya mencionada. Sin embargo, más allá de la espectacularidad de la tragedia, de la intensidad de la novela de aventuras o de la reconvención moralina de los personajes, también puede darse el caso en que el estado de excepción no sea sino una sospecha. Algo que, visto desde otra óptica, bien podría no significar mayor cosa.
Alessandro Baricco (Turín, 1958) sostiene las acciones de los personajes de sus novelas dentro del juego de lo liminar. Emaús no es diferente; si acaso, más sutil, más madura.
Cuatro amigos viven en la provincia italiana de los –suponemos– años setenta. Son adolescentes, están descubriendo la sexualidad con sus novias y son profundamente católicos (de ahí la referencia del título). Además, tocan juntos en la banda de la iglesia. Como contrapunto está Andre, una bella chica que es de otra clase social, inalcanzable. Esta diferencia no sólo está marcada por el aspecto económico. Es mucho más drástica en el plano de las ideas. Ella es liberal. Y será esta libertad el estado de excepción al que se enfrenten los cuatro amigos. Sobre todo, porque la idea de lo posible es mucho más atractiva que la propia muchacha. Así, cada uno de ellos se irá relacionando con Andre en la medida de sus posibilidades.
Más allá de una historia que puede sonar simple, Baricco enfrenta a sus personajes, sobre todo al narrador, con preguntas fundamentales. La mayoría de ellas cuestionan un sistema de creencias que ha sido heredado por la tradición, pero eso también podría resultar simple. El golpe de efecto, la sutileza que permite que los personajes se encuentren en un estado de excepción, el límite mismo con el que ahora juega Baricco, reside en la diferencia que existe entre lo que son, lo que creen y lo que pueden llegar a ser. Y eso siempre es un buen motivo para la reflexión.
Para los seguidores de Baricco: en Emaús encontrarán la prosa acostumbrada; un estilo más maduro y menos luminoso; un tono que tiene algo de antiguo y otro tanto de profundo, y el debate al que suelen enfrentarse sus personajes. Sin lugar a dudas, saldrán satisfechos de esta nueva lectura.
¿QUÉ ES EL TIEMPO?
RAÚL OLVERA MIJARES
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Sobre el tiempo,
Norbert Elias,
FCE,
México, 2010.
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Pocos libros entre los llamados científicos o académicos se dejan leer con tanta fortuna como el breve tratado, sin listas de referencias ni bibliografías, sino con unas cuantas notas a pie de página, el cual lleva por título Sobre el tiempo, opúsculo crepuscular y magnífico del pensador judío alemán Norbert Elias, nacido en Breslavia en 1897 y muerto en Ámsterdam en 1990. Vástago de una acaudalada familia de comerciantes, Elías disfrutó de la mejor instrucción, acercándose a círculos tan selectos en el medio universitario, como el de Edmund Husserl en filosofía, con quien siguió lecciones, y el de Max Weber en sociología, a quien ya no alcanzó vivo en Heidelberg, pero a cuyos herederos estuvo expuesto. La tesis doctoral de Elias habría de llevarlo, entre otras obras, a exponer sus ideas en Über die Zeit, aparecido en la versión alemana en 1984.
La tesis central del sistema de Kant en el sentido de que tanto espacio como tiempo son formas puras de la sensibilidad, dadas a la razón de manera sintética y a priori, es impugnada por Elias, caracterizando la concepción general que los filósofos se hacen acerca del tiempo. El cogito cartesiano desemboca en las categorías sintéticas a priori de la razón pura, haciendo caso omiso de que nunca en realidad es un individuo aislado el que piensa y luego concluye que existe, sino una cadena o conjunto de individuos quienes, a través de generaciones, fueron desarrollando el lenguaje, las formas culturales, las ideas, a través de las cuales es posible plantearse estas cuestiones. Referirse a conceptos como espacio, tiempo, esencia es hablar de síntesis de un nivel muy elevado. El tiempo, por ejemplo, no es una cosa mensurable por medio de un cronómetro, como suele pensarse, sino una relación donde dos procesos en continuo devenir se hacen coincidir como referencia para ciertos acontecimientos, definidos como clave por dos o más individuos, mediante una convención. El proceso continuo que sirve de referencia puede constituirlo el movimiento del Sol que engendra las horas del día, o bien el movimiento de la Luna que da lugar a los meses, cuya agrupación en estaciones y ciclos recurrentes conduce a la idea de año.
Cuando Kant invoca a Newton y el tiempo de la física, olvida que los relojes de arena se usaron al principio para cronometrar eventos humanos, como discursos públicos. Más tarde Galileo se serviría de su propio pulso sanguíneo y de relojes de agua perfeccionados por él para relacionar el tiempo y la distancia recorrida por un cuerpo que cae. Es patente que el concepto de tiempo varía de una cultura a otra. Ello constituye una prueba de que se trata de una noción humana, inventada y sometida a un proceso de evolución histórica. Brillante la manera en que el fundador de la llamada sociología figurativa acomete la cuestión del tiempo, tocando campos como la filosofía, la física teórica, la religión y, sobre todo, la antropología cultural.
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Siempre vistas como colegas, vasos comunicantes e interlocutoras de una labor conjunta, las siguientes son algunas de las revistas culturales que suelen llegar a esta redacción: La Palabra y el Hombre, en el número 16 de su tercera época, correspondiente a la primavera 2011, ofrece una entrevista con Daniel Sada en torno a Juan Rulfo y la literatura brasileña, un ensayo sobre violencia y literatura en Colombia, así como un excelente dossier fotográfico de Francisco Mata Rosas, entre otros materiales. |
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Dosfilos, en el número 113 correspondiente al bimestre mayo-junio de este año, publica como textos base sendas traducciones: la primera de un ensayo de Raffaele de Giorgi, “En torno al derecho. Kafka, Dürrenmat y la idea de Luhmann a propósito del camello”, y la segunda de un artículo firmado por William Ruhlmann, “Peter, Paul & Mary: claves” y añade, amén de otros textos, más traducciones: un poema de Kurt Schwitters y un cuento de Nasrin Mahoutchi, todos precedidos por un texto introductorio de Juan Carlos Moreno Romo, no casualmente titulado “Babel y los traductores”. |
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Finalmente Blanco Móvil, en su número 117 del verano-primavera 2011, festeja sus primeros veinticinco años con textos alusivos a ese lapso en México, en disciplinas como poesía, narrativa, artes plásticas, cine, video, danza y música, con textos de Magali Tercero, Gabriela Valenzuela, Jorge Velasco, Javier Contreras y Cynthia Pech, entre otros autores. |
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